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Oscuro
La noticia de que los estudiantes españoles son los peores toda Europa plantea dos preguntas enlazadas. ¿Cómo es posible que idénticos factores humanos creen abismos culturales en pueblos de una misma civilización? ¿Por qué la juventud española tiene la decidida voluntad de no estudiar?
Vista la diferencia que separa al régimen monárquico del sistema republicano, por la cerrazón de aquél y la apertura de éste a la libertad civil, salta la tentación de atribuir a la Monarquía los males calamitosos de la educación estatal. Pero eso no sería una respuesta sino una diatriba política. Pues la enseñanza pública produce en nuestra vecina Francia generaciones culturales superiores a las españolas, y las monarquías nórdicas no le van a la zaga. Algo peculiar debe de haber ocurrido en España para que el nivel cultural de profesionales y estudiantes no haya cesado de bajar durante 30 años de Transición, desde la Dictadura de uno a la de varios.
De este doloroso mal español, no se debe culpar a la juventud, a sus padres ni a sus profesores, como no se culpa al dolor de cabeza del tumor que lo produce. Si, con parecidas costumbres familiares y sociales, los estudiantes españoles son peores que los franceses y portugueses, debe de existir algún factor autónomo de rebajamiento. Los planes docentes y el reclutamiento partidista de profesores han sido factores degenerativos. Pero lo que debemos averiguar es la causa profunda de todo lo que genera malestar en la cultura y degradación en las manifestaciones del espíritu.
No se debe aislar el análisis de la juventud, como si fuera un estado civil y no un tránsito social. Vive un ambiente de irresponsabilidad y se encamina a una posición de responsabilidad. Es normal que su llamada profesional herede la inseguridad que le ha inculcado su irresponsable noluntad de estudiar. No es un problema de la inteligencia juvenil, equiparable a la de los estudiantes extranjeros. Tampoco es un problema generacional de incomprensión de la falta de ideales en la vida profesional de sus padres, como el que afectó a los estudiantes del 68.
Sucede ahora precisamente lo contrario. Los jóvenes son más consecuentes. Si nada hay en la vida adulta que merezca ser vivido con autenticidad, ¿por qué y para qué se les pide que sean idealistas, en un mundo donde solo tiene valor el dinero, la fama de los que dan espectáculo y los placeres del sexo sin amor? ¿Por qué, si no es para encontrar un empleo que los embrutezca de por vida, tienen que renunciar a la huida del aburrimiento, y al refugio de sus soledades, en la vida callejera del coleguismo o de la hinchada deportivista?
La juventud manifiesta a su modo el problema general de noluntad que la Transición política ha inculcado a todos los sectores y estados de la sociedad española. Esa noluntad no es una falta de voluntad de ser como se debe ser con arreglo a un ideal, ni una apatía de las ambiciones personales, sino una inconsciente voluntad de ser, como todo el mundo, indiferente a la ausencia de ideales. Unos ideales que el medio social identifica con cualidades de perdedor, si son sinceros; con estorbos en la carrera hacia el éxito pecuniario, si son cínicos; o con valores trasnochados, si son predicados por hipócritas desconocedores del mundo moderno.
Así como el drama de la vejez actual no es perder la juventud, sino conservarla sin empleo, el de los jóvenes educados en esta Monarquía sin valores, no es el de creerse juveniles para siempre, sino el de ser demasiado viejos y escépticos para desear convertirse en mayores irresponsables con empleo ingrato. Y sin vocación de ser mayores, los jóvenes se hacen estado en una juventud más que perdida, dormida.