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En la larga historia de las ideas sobre la libertad, pocas almas libres se han dado cuenta de que las libertades individuales, las llamadas libertades fundamentales de la persona, no son acciones libres de una voluntad no reglada por la ley, ni actos realizados por un sujeto sin derecho a ejecutarlos. Todo acto legal, toda acción conforme a derecho, al suponer la previa existencia de un orden jurídico que los autoriza, no pueden ser calificados de actos o acciones libres, a no ser que el concepto de libertad se confunda, bárbaramente, con el de voluntariedad. Con la idea tópica de la libertad legal, no hay otro derecho que el de hacer su deber y no podrían existir más actos libres que los criminales.

Esta aporía de la libertad (distinta de la resuelta en la tercera antinomia kantiana, la contradicción entre determinismo natural y libertad moral) no solo afecta a las libertades legales, que son meras facultades o potestades otorgadas por el ordenamiento jurídico a los titulares de derechos subjetivos o personales. También afecta a la libertad de elección, pues quien elige entre opciones preexistentes se atiene a lo establecido, escoge una preferencia entre lo que hay, pero no realiza un acto libre, no añade elemento positivo alguno a la libertad, no identifica su libertad con la adhesión a la opción elegida. Si la libertad se redujera a la doctrina de la “elección pública“, toda su dimensión política se concretaría en la cómoda libertad servil de poder elegir gobernante entre dos amos estatales.

La Teoría Pura de la Democracia no tenía que resolver esta aporía -no tratada en mi libro sobre la Gran Mentira- porque lo único que aporta la democracia a la teoría liberal de la libertad es la garantía institucional de la libertad política. La democracia no inventa las libertades civiles ni la libertad política. Son ellas las que, unidas en el mundo antiguo y separadas en el moderno, culminan su desarrollo creando la garantía institucional de su duración indefinida con la democracia, es decir, mediante la separación y vigilancia recíproca de los poderes estatales.

En cambio, si la Teoría Pura de la República Constitucional no resuelve la aporía de la libertad, ni siquiera merecería el nombre de teoría, pues a diferencia de la democracia, hija de la libertad, la República es una comadrona de la libertad enclaustrada en las entrañas populares que, a causa de su inexperiencia, aborta una y otra vez la esperanza de vida feliz en los pueblos del continente europeo. Y el aprendizaje, la piedra angular de la ciencia política que alumbrará la libertad política en el seno materno de la Republica Constitucional, estará en el modo teórico y práctico de resolver la aporía de la libertad.

Llamándose a sí mismo filósofo de los problemas, para no ser confundido con los filósofos de sistemas, el gran pensador Nicolai Hartmann (1882-1950) llamó aporética a la parte de su filosofía dedicada a resolver las aporías que surgen de la fenomenología del conocimiento, y entre ellas la aporía de la libertad. Pero el enfoque ontológico o metafísico de su análisis, aunque no buscara soluciones eclécticas, y eso lo hace muy atractivo, no permite que sus conclusiones puedan ser aplicadas sin más a la libertad política, cuya dimensión experimental, histórica y vital dará a su aporía una salida teórica y práctica, con la acción colectiva del tercio laocrático de la sociedad como fundamento de todas las libertades fundamentales.

Con este nuevo fundamento, que propondré en el artículo siguiente, ya no se podrá seguir afirmado la pequeñez de espíritu, propia del egoísmo de los derechos personales, de que mi libertad política acaba donde empieza la de los demás, pues es exactamente lo contrario lo que ocurre: ¡solo seré libre con la libertad de los otros! Quien no sienta latir en su corazón esta evidencia sentimental nunca sabrá lo que es y no es libertad.

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