Desde el punto de vista de la política y hasta de la pura eficacia en la administración de los negocios públicos, la decisión del presidente del gobierno de otorgar mayoría al sexo femenino en la conformación de su gabinete ministerial es tan irrelevante como lo sería la decisión de otorgar mayoría a rubios sobre morenos o viceversa. Tan evidente y sencilla es esta verdad que la propaganda de la corrección política al uso la sentirá como una broma de mal gusto. Pero en esta cuestión lo importante es lo que no se dice y lo rechazable es lo que se alega en defensa de tal decisión. El prejuicio que otorga al sexo femenino una especial sensibilidad o destreza en ciertas lides no es más que la contracara especular del mismo prejuicio de Silvio Berlusconi, que ha señalado no conocer en Italia a mujeres capaces de asumir las graves tareas ministeriales que el bien de la patria exige. Que ahora los defensores de una decisión que, en rigor teórico, en si misma, no puede ser defendida ni atacada, se vean en la necesidad de echar mano de argumentos relativos a unas muy especiales cualidades del sexo femenino, extrínsecos por tanto al propio cometido que las ministras tienen encomendado, y en cuyo desempeño habrán de ser juzgadas, es la demostración más palpable de la plena interiorización de un prejuicio sexista de alcance universal. Las reacciones defensivas que inspira el nombramiento de mujeres para cargos ministeriales, como decisión que se reclama “normal”, demuestran, por el contrario, que sus promotores y defensores necesitan sentirla como “anormal”. Y en tal sentimiento de anormalidad subyace, precisamente, el indeleble poso sexista común a tirios y troyanos. Tan evidente es esta cuestión que hasta produce vergüenza tener que escribir sobre algo que solo desde una indisimulada patología social puede reclamar la atención del público y provocar toda la retahíla de gracietas y chistes en las que tanto políticos como periodistas han probado una vez más su falta de sentido del ridículo . No hay que llamarse a engaño, aquí rige a la perfección la máxima del conde de Salina: “Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”. El nombramiento de mujeres para cargos ministeriales no va a suponer novedad alguna en el régimen oligocrático imperante: las ministras son, a este respecto, inoperantes, como los ministros. La sustancia del asunto no está en las personas, que pueden tener mejor o peor voluntad, pues no es la condición del individuo lo que predomina bajo la inexorable prepotencia de un sistema político que establece como principales méritos: la sujeción a las consignas del líder; la disciplina de voto en el parlamento; y el correcto desempeño de la labor de los diputados, en tanto que fieles delegados de los partidos políticos a sueldo del Estado.
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