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En el terreno del desafío terrorista al Estado es donde se hace más patente  la retórica del “Bien Común”, ideología totalitaria cuyo verdadero designio consiste en desviar la mirada del público hacia las pretendidas consecuencias que tales hechos acarrean a la colectividad, ignorando así al primer afrentado, la víctima, Aldo Moro. Lo que subyace en ese “sacar el pecho” por la democracia es el anuncio por anticipado de la inviabilidad de cualquier negociación con terroristas para salvar la vida del secuestrado: ¿acaso una “democracia” puede negociar con criminales? La falsedad de este dogma radica en lo que no se dice.   Una dictadura tampoco puede aceptar negociaciones con criminales; el poder tiende a no aceptar transacciones a menos que su propia supervivencia esté amenazada. Allí donde el Estado se encuentre en “una efectiva situación de debilidad, no debe reconocer(la).., sino arrollar por encima de ella y hacer valer, a sangre y fuego si es preciso, el derecho mismo que como Estado lo constituye. Polinices no debe recibir sepultura” (Sánchez Ferlosio). Añadamos: los rehenes no deben ser rescatados. Pero la diferencias radican en la exigencia de transparencia en el ejercicio del poder y el respeto al principio de legalidad en un sistema democrático; lo que malamente puede ser cohonestado con una negociación con terroristas, pero tampoco con la mera existencia de los servicios secretos y los fondos reservados que suplen con actuaciones ilegales, la incapacidad e incompetencia estatales para salvaguardar las vidas de los particulares o la propia “seguridad del Estado”.   Desde su cautiverio, Aldo Moro, ya podía entrever el destino que le aguardaba, indefenso y a punto de ser aplastado, en medio del desafío entre criminales y gobierno. Para lograr la aquiescencia de la opinión pública en la gestión de aquel secuestro, era imprescindible desfigurar la propia imagen de Moro. Cuando éste comienza a enviar cartas a los medios de comunicación, señalando los argumentos de los que podía servirse el gobierno para aceptar una transacción con criminales, la reacción fue unánime: se proclama su muerte civil, condición indispensable para mantener el equilibrio de las conciencias, aceptando la muerte física que se avecinaba. A Aldo Moro lo mataron dos veces. Ya lo habían matado los que lamentaban la pérdida de “un sentido de Estado”, que nunca tuvo este personaje –virtud o defecto, imposible en Italia-, y que en nombre del inexistente Estado italiano estaban predispuestos a negar toda negociación.   Sin embargo, la honestidad intelectual de Leonardo Sciascia nos recuerda que Aldo Moro se había destacado, mucho antes de su secuestro, por defender que “entre salvar una vida humana o sostener a ultranza unos principios abstractos” había que forzar el concepto jurídico de “estado de necesidad” hasta convertirlo “en el principio de la salvación de la vida de un individuo, a costa de los principios abstractos”.

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