Sr. Rodríguez Zapatero (foto: Petezin) El príncipe partidocrático ha de saber que la tarea política tiene exigencias que provienen de la materia en la que actúa, es decir, la naturaleza humana. No se pueden hacer cálculos sobre la buena voluntad de los hombres. El político, si quiere triunfar en sus designios, presupondrá el peor de los casos: todos los hombres son malos y habrán de manifestarle su perversidad en la primera ocasión. No obstante, el señor Rodríguez Zapatero quiere hacer “profesión de bueno”, y reclama a los “buenos votantes” que confíen en la bondad del gobernante. Desde luego, este régimen, al no ser ilustrado, no corre el riesgo de retornar a un despotismo del que, por otra parte, es una continuación oligárquica; ni parece que vaya a transformarse en una Monarquía Constitucional, como solicitaba Diderot en sus “Observaciones a la instrucción de Su Majestad”; este mismo autor decía que no basta con hacer el bien: hay que hacerlo bien. “Soy un optimista antropológico”, reza el presidente con “ansia infinita de paz”, quizás sin caer en la cuenta de que la antropología es una ciencia que nace al mismo tiempo que el imperialismo europeo. Junto a las denuncias de los horrores de la conquista se escriben bellas y maravilladas descripciones de las sociedades indígenas: Cortés no deja de ser, también, un etnólogo. La maldad pervierte la rectitud de los juicios y nos hace actuar erróneamente: es imposible ser prudente sin ser bueno. Pero la bondad puede deleitarse con efímeras y engañosas imágenes de armonía, que contribuyen a resaltar el sufrimiento que imprudentemente niegan. La obcecada negación “optimista” de una realidad crítica, la demagogia igualitarista, la panacea del diálogo, la tolerancia, la solidaridad, las martingalas educacionistas, forman el conglomerado de “amor al bien” y “mejoramiento social de los humildes” que presentó Zapatero en su primer discurso de investidura. No hacemos el bien porque seamos buenos, sino que somos buenos porque hacemos el bien. Y la mayor irresponsabilidad consiste en tentar a los gobernantes, por muy bondadosos que sean, con la posibilidad de obrar mal. La maldad institucional del Estado de Partidos desmigaja cualquier asomo de buena fe de sus administradores. Sin comprender y querer la libertad política, no hay un discernimiento recto de lo equitativo.
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