José Luis Rodríguez Zapatero (foto: Partido Socialista) La presunta soberanía popular es así transferida en su integridad al poder ejecutivo, mediante la confusión entre unas elecciones presuntamente legislativas con otras pretendidamente presidenciales, dando lugar a un parlamento cuya función no es ya fiscalizar o controlar la acción de los gobernantes, sino actuar de simple sostén de los mismos. Si a ello se añade la cultura del ‘consenso’, desconocida en la política anglosajona, el panorama no puede ser más desolador: pactos de gobierno en virtud de los cuales los grupos parlamentarios renuncian a sus facultades de control sobre el Poder Ejecutivo a cambio de su cuota de participación en el mismo. Frente a la constatación de la imposible democracia interna en los partidos políticos de una democracia de masas, se ha optado por entregarles, sin paliativos, el monopolio de la representación de la sociedad civil, y la consecuencia es obvia: han acabado por representarse a si mismos, emancipados de todo control democrático que no se reduzca a la sustitución de unas listas por otras: pero la remoción de gobiernos no implica, por si misma, democracia alguna, cuando frente a estos no se erige un efectivo contrapoder parlamentario que sirva de muro de contención para la tendencia natural del poder a la expansión. En un régimen aparentemente parlamentario con representación proporcional –sólo aparentemente parlamentario, pues donde el parlamento carece de toda soberanía no puede haber, en rigor, parlamentarismo- los partidos políticos despojan al parlamento de la función que le asigna la teoría constitucional clásica; entregan el monopolio de la iniciativa legislativa al poder ejecutivo. El caso británico es, a este respecto, ejemplar, pues la falta de separación de poderes inherente al parlamentarismo se ha visto notablemente atenuada por un parlamento que, en virtud del sistema electoral mayoritario, de la existencia de distritos electorales con diputados vinculados a sus votantes al menos tanto como a su jefe de filas, ha conservado al menos su carácter representativo de la Sociedad Civil, y ese carácter permite erigir un verdadero contrapoder parlamentario frente al Poder Ejecutivo. El caso de la guerra de Irak es, a este respecto, ejemplar; compárese con el caso español en el mismo trance y preguntémonos si, en efecto, en España hay democracia: la respuesta del presidente parece tan segura como errada. Primera parte: Sostiene el presidente (I)
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