Enrique Sopena (foto: wicho) Uno de los principales problemas que preocuparon al viejo Max Weber fue la progresiva burocratización de la sociedad. El crecimiento cuantitativo de la burocracia parece inevitable en tanto que incrementa la complejidad de la estructura social, de los servicios ofrecidos y por tanto de la administración necesaria para sostenerlos. Pero la extensión de los servicios y sus consiguientes técnicas es una cosa y otra diferente es, por una parte, su incorporación logística a organizaciones gigantescas, el Estado inclusive, y, por otra, la internalización psíquica del burocratismo: una especie de sustitución de nuestro sentido cívico por la sistematicidad funcional del aparato. Una observación escrupulosa de la eficacia de los sistemas burocráticos, incluso cuando han de ser de gran tamaño, no tiene necesariamente por qué suponer el burocratismo mental mencionado, que suele ser el que tanto nos enerva. No nos molesta que las cosas funcionen bien; al revés, lo exigimos. Lo que nos atosiga, y lo que además suele ocurrir, es que no funcionan bien y, para rematarlo, topar con esa mentalidad burocrática que desvía toda crítica hacia el bestial anonimato del sistema. Son muchas las causas del burocratismo mental: desde puramente psicológicas –que ciertas ramas del psicoanálisis han explorado con el mayor detenimiento– hasta políticas: el grado de libertad que poseemos para transformar la sociedad. Una vez internalizado el rol de engranaje en la maquinaria y negada la libertad política, el encallamiento en la pura inercia, no meditada y deshumanizada, es ineludible incluso entre aquellos que por estudios e inquietudes deberían verse más libres de ella. Pongamos por caso, un profesor de filosofía (en secundaria o universitario). Como dice el refrán, caballo grande ande o no ande. Es tanta la presión a persistir en el patrón que tanto de piel para dentro como hacia fuera la mayoría preferirá callar y someterse. Y si la burocracia en cuestión ya no funciona, es lo de menos. Lo importante es no violar el suelo sacrosanto de la inercia, cultivado desde ya nadie se pregunta cuándo. Ésta es quizá la razón por la que Habermas habló (cito de memoria) de un cambio del campo de batalla tradicional hacia los márgenes donde se dan cita el mundo sistémico y el mundo-de-vida.
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