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Es imperativo, en todo análisis que se precie, tomar sustancialmente lo político por una estructura social de carácter formal. Como nos demuestra la historia, el contenido material es el que quiera añadírsele. Tan enorme plasticidad asegura la supervivencia del orden, ya que el más fuerte siempre será el que convenga a los poderosos, que sin entrar a valorar la sinceridad o intención de su doctrina, desde luego evitarán, cuando menos, perjudicarse conscientemente a sí mismos.   La tendencia de un modelo así a auto replicarse choca con un “error” innato a la naturaleza humana. En la conciencia siempre existirá la idea de lo bueno ligada a lo universal, esto es el sentido ético. Tal intuición compartida, una vez elaborada, tiene la capacidad de agregar más conciencias hasta trascender lo individual y aspirar a fijar las condiciones de lo colectivo, entrando en contradicción con el orden político, y terminando por contraponer erróneamente otra doctrina material. Puede apreciarse aquí una tensión dialéctica entre lo estimado como bueno y lo que se impone como obligatorio. Siguiendo la terminología de P. Ricoeur, esto es entre “lo ético”, como intuición universal objetiva de lo materialmente bueno, proyectado desde el individuo a los demás, y de lo general a lo concreto conforme a las leyes de la lógica; y “lo moral”, lo formalmente, social y normativamente correcto, que cuando menos presiona, si no coacciona a los individuos, aunque se pretenda sea asumido por ellos.   El proceso de socialización nos hace interiorizar que ha de haber un ámbito en nuestras vidas en el que hemos de aceptar someternos a decisiones ajenas, ya provengan directamente de la voluntad de otro, o resulten el fruto de la ordenación jerárquica que termina por imponerse como normal en toda organización.   En ocasiones, nos hemos visto obligados por nuestros jefes a entregar un trabajo que según nuestro propio juicio profesional no está correctamente finalizado. El problema ético resulta insoluble. Moralmente, acallamos nuestra desazón asumiendo lacónicamente que hemos de obedecer a quien nos paga. Siendo conscientes de nuestra propia ausencia de mala intención, aunque nos veamos compelidos a actuar mal, no podemos descartar que le suceda lo mismo a nuestro superior o que otro tipo de circunstancias le supongan similar presión. La interacción social puede resultar de tal forma que un conocimiento adecuado y la inexistencia de mala fe de los actores no impidan la realización de un mal. Mas cuando se añade el poder, tiende a producirse una selección negativa de las personas con sentido ético, expulsándolas de lo público. Tal cosa termina por suceder cuando la estructura formal-institucional de lo político no suponga la realización material de unos principios éticos fundamentales y la limitación intrínseca del poder, o sea, la sincronización básica de lo moral con lo ético.

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