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Baraca Obama (foto: radiospiker photography) Cuando recae el escepticismo sobre la victoria histórica de Obama en las elecciones presidenciales estadounidenses, cabe desmenuzar sus (sin)razones.   Por un lado está un sano y justificable escepticismo, pero de carácter muy local y no generalizante, que se pregunta si la promesa se cumplirá o en qué medida. Aquí entraría por ejemplo la valoración de otras circunstancias históricas que, aun siendo muy distintas, fueron también prometedoras. Pero difícilmente puede decirse que fueron en balde.   Naturalmente está también el que siente escepticismo porque no coincide con las ideas de Obama, pero éste no es un escéptico en cuanto tal, sino alguien en crítico desacuerdo, quien llegado el caso aportaría sus razones.   Después tenemos al escéptico por sistema. Con éste no se puede hablar, pues en él sólo atendemos al sordo monólogo del nihilista que apela a su soberana subjetividad como criterio definitivo para todos los asuntos. Y, aunque de un tipo en principio muy diferente, está el utópico: aquél que se mantendrá escéptico porque la realidad no alcanza, ni nunca alcanzará, su visión.   Éste es el tipo que más me interesa, porque en él adivinamos con mayor claridad la inclinación, sutil pero determinante, hacia una aceptación de la victoria de Obama como algo decisivo, aunque no definitivo, pues tal cosa no existe en la historia, o hacia un rechazo que tiende por eso mismo a distorsionar la realidad, a no comprender su significación. Aquí el utópico se ha dejado invadir por un sentido de la perfección-en-el-mundo que lejos de ser provechosa es dañina, pues es fanática por naturaleza. Comprender la naturaleza de las cosas es un paso indispensable para seguir comprendiéndolas mañana desde puntos de vista, si cabe, más anchos. Pero dado que existe una poderosa tendencia psíquica (e histórica) a ignorar y por ende borrar los “momentos estalares de la humanidad”, y por ello, paradójicamente, a regresar a pretéritos patrones de servidumbre, es preciso recordar al atribulado soñante que su pensamiento es contraproducente, y que ganaríamos mucho más si manteniendo su vista en el futuro ideal, también abrazase los frutos del presente con la alegría de la que habló García-Trevijano hace unos días. No alegrarse porque las cosas podrían ser aún mejores es un tipo peculiar de insensatez.

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