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Alfredo Dreyfus (foto: George Eastman House) En su deslumbrante estudio de la historia más reciente del antisemitismo (Los Orígenes del Totalitarismo, Libro I), Hannah Arendt descubre en el fin de siècle francés y de la mano del análisis social de Marcel Proust una de las claves de la degeneración moral de la postmodernidad. Se trata de la fusión indiscriminada entre el crimen y el vicio. Un tema que, aunque abordado de un modo distinto y décadas más tarde, fue de los predilectos de Foucault.   En unas circunstancias cuya génesis sería demasiado largo detenerse a describir, judíos y homosexuales hicieron entonces aparición en el escenario social como rutilantes entes productores de fascinación. Eran queridos y acogidos en los salones por su rareza y exotismo, y, tan pronto como las condiciones de la fascinación desaparecieron, se redobló el odio ya entonces latente por ellos y fueron desterrados. Lo que entonces era considerado vicioso y por ello interesante pasó a ser un crimen. Y viceversa: crímenes patentes tornaron a estimarse como simples vicios. La confusión entre ambas categorías tuvo su epítome en el caso Dreyfus.   Huelga decir que nuestro siglo XXI es heredero de esta circunstancia, aún no superada, aunque la mezcla categorial cobra hoy formas distintas. Hasta tal punto andamos todavía confundidos que, en asuntos de gobierno por ejemplo, la categoría error, que es cognitiva, se confunde con la categoría crimen, que es moral y jurídica. De ahí que los crímenes de un presidente de gobierno puedan hacerse pasar por error –al fin y al cabo, por qué no, perdonables– mientras que algunos supuestos errores –habitualmente de hecho aciertos, como la investigación judicial de estos precisos crímenes–, si median intereses, se harán pasar por crímenes.   Lo decisivo aquí, aparte de detectar lo erróneo o acertado de cada caso, es no dejar que nuestra capacidad de discriminación sea continuamente aplazada. Un crimen –atentar contra la vida ajena– es un crimen. Y aunque uno podría remontarse indefinidamente a condiciones remotas que lo explican, la responsabilidad de haberlo cometido, apoyado, o consentido, no puede dirimirse. Pues las razones de una categoría no explican o pueden sustituir a la otra, aunque así lo afirman quienes –otro ejemplo evidente– mezclan libertad social con política.

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