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M. A. Quintanilla, Secretario General de Universidades El sistema educativo vigente tiene como uno de sus objetivos asegurar la obediencia. Por supuesto que éste no es un motivo nuevo, y sólo la emancipación democrática constituye una alternativa real. Pues a menudo con colores distintos y bajo diversos disfraces las revoluciones han sido ideológicas, es decir, parciales, y por eso mismo animadas hacia la totalización. La revolución democrática, por su parte, aspira sencillamente a dejar que hablen todas las voces y participen todas las personas interesadas. Y es revolucionario porque va en contra de tendencias incrustadas en nuestra comunicación desde muy temprano. Por ello, cuando hablo de la inculcación de la obediencia en lo que hipócritamente se denomina “educación” no me refiero sólo a la universidad, sino a la educación desde aún antes de entrar en edades escolares. La ventaja de este general adoctrinamiento es que, sea cual sea el viento que sople, los que detentan ilegítimamente el poder siempre podrán cambiar las velas como mejor les convenga en el momento. Y siempre sin la participación de los interesados.   Las formas específicas que tomarán los programas educativos deberían depender, pues, del concurso de muchos factores (administración, profesorado y alumnado), y no sólo uno. Pero aún en el caso de que participen todos estos elementos, lo decisivo sigue siendo cómo fueron elegidos sus representantes. Si los partidos políticos de nuestra oligocracia aglomeran todas las voces, la composición del Plan no será legítima. En lo que respecta a las protestas, porque los programas de educación deben inteligentes, prácticos y realistas además de idealistas e innovadores, levantar la etiqueta de “mercantilismo” puede ser peligroso, pues los programas educativos han de contemplar, lo quieran o no, el conjunto del “mercado” de las actividades e ideas humanas, es decir, lo dado y lo posible. Ninguna educación sucede en el vacío.   De mercantilismo universitario puede hablarse acaso con más propiedad allí donde las universidades son privadas y no públicas, y cuando sus administraciones ofrecen al profesorado contratos basura. Éste sería un modo “mercantilista” no sólo de evitar la disidencia intelectual (si dices algo inconveniente no te renuevo el contrato) sino de perjudicar seriamente el conjunto, pues la continuidad en la investigación o la docencia es imprescindible para obtener resultados meritorios.

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