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No todas las celebraciones de aniversarios de los grandes acontecimientos históricos en cada país tienen la misma motivación ni la misma finalidad. Unas son festivamente orgullosas, como las del 4 de julio en los EE.UU. y 14 de julio en Francia, porque son fechas simbólicas de la conquista de la libertad colectiva, contra el absolutismo monárquico. Otras son tristemente nostálgicas, como la del 14 de Abril de 1931 en España, porque recuerdan la promesa de lo que pudo ser y no fue, sin haber dejado rastro institucional de aquella esperanza de liberación. Es normal que tantos años de dictadura y de monarquía de partidos, tanta propaganda oficial contra la verdad de lo que significó el día de aurora de la libertad para los españoles, y en medio de una pobre cultura que solo admira el éxito de lo actual, hayan terminado por unir el recuerdo de la República con el de la guerra civil.   La historia de los historiadores no ha hecho justicia al prometedor alumbramiento, casi espontáneo, de la II República, ni a la debilidad congénita que la condujo, por sus deméritos institucionales, al cementerio de las ideas. La novela tampoco ha explicado bien las causas de aquella exaltación y de aquella caída. Con los feos espectros republicanos creados por la ideología franquista y monárquica, entre las brumas de tan impía propaganda, la gran mayoría de los españoles sigue confundiendo la causa de la República con los motivos de la Guerra civil. Y los rescoldos republicanos que aún perviven, por narcisismo de los mayores y rechazo monárquico de los jóvenes, avivan esa suicida confusión. La República Parlamentaria llamó a gobernantes inteligentes y honestos, pero sin talento de estadistas capaces de domeñar, por medios institucionales, las ensoñaciones ideológicas de las masas. La República no fue responsable de la guerra civil. Carecía de un poder ejecutivo independiente del legislativo que, con el absoluto control del poder militar, pudiera evitarla.   Pero ni siquiera esta débil concepción de la República puede ser achacada a los dirigentes políticos que inspiraron su Constitución. Su preparación era parecida a la de sus colegas europeos. Incluso Ortega y los intelectuales que se agruparon en defensa de la República no percibieron la causa de la impotencia constitucional. Desde el final de la guerra del 14, ni un solo pensador, intelectual o político europeo comprendió la incapacidad del sistema parlamentario, monárquico o republicano, para impedir el triunfo del fascismo. Sólo encontramos los presentimientos de André Tardieu, tres veces Presidente del Gobierno francés, que en 1936 llamó al sistema parlamentario “servidumbre de la unanimidad y tiranía oligárquica”, o las lamentaciones de Léon Blum, desde un campo alemán de concentración, añorando la superioridad democrática de los sistemas americano y suizo.

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