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Suele creerse que las primeras potencias mundiales obtienen su elevado estatus político gracias a su supremacía económica. Lo contrario no es tenido en cuenta. Sin embargo, si evaluamos las relaciones comerciales mundiales, éstas dependen de un grotesco negociado de cuotas y aranceles entre los Estados. O sea, los mercados están dominados por la política y apenas puede campar en ellos la libertad.   En cierto momento histórico, se creó un determinado sector. Los pioneros y los mejor preparados lo coparon. Ya solamente se abriría a algún otro en puntuales excepciones por crisis o innovación. Refirámonos a un producto concreto y cotidiano, por ejemplo el automóvil. ¿Por qué hay Estados que no tienen empresas propias que fabriquen coches? Seguramente porque no haya tradición ni carreteras. Pero cuando esto se subsane, siempre será menos costoso importarlos, abrir las puertas a las multinacionales extranjeras o comprar patentes, que invertir en una industria local que no podría sobrevivir a la competencia externa, a no ser que se tratara de un país muy grande o con un mercado interno potente. Para el caso debería adoptarse una política proteccionista, al menos hasta que el naciente sector pueda defenderse. Pero claro, seguramente haya otros productos o recursos que nuestro Estado necesite vender, y a las potencias o federaciones político-comerciales que dominan los mercados no les gustará que cierre las fronteras a su automoción. Habrá que negociar para resolver la situación.   En España, la acusada relación entre la caída del PIB y la tasa de paro (el doble de la media en la UE), ponen de manifiesto que nuestra economía depende sobremanera del consumo interno. La monarquía posfranquista heredó un Estado totalitario con mentalidad autárquica, un buen potencial agrícola, ganadero y pesquero, y una industria incipiente. El Estado de Partidos ha mantenido los instrumentos de control sobre la economía y la sociedad. Durante estos treinta años, se ha empeñado la política fiscal y la propaganda institucional en precipitar el cambio cultural que promoviera la extensión —más gente para consumir— e intensificación —mayor gasto per cápita, a pesar del pronunciado descenso del salario modal, dejando la secuela del envejecimiento de la población— del mercado interno, que se ha demostrado continúa siendo el auténtico cimiento de la economía española. Si se iba a mirar hacia dentro y se sabía, ¿por qué sacrificar nuestros sectores productivos a la CEE de la manera en que se negoció y entró? La única respuesta es que se mercadeó con el potencial económico nacional para obtener la homologación política y la nivelación monetaria con las potencias de nuestro entorno, lo que unos pocos entendían como beneficioso. Ahora vemos para lo que nos ha servido a los demás.

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