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El pueblo puede ser objeto de crítica moral si por pueblo se entiende el grupo de población portador de la tradición, la llamada “mayoría” (todos aquellos cuerdos que se reconocen en la cultura). Pero el pueblo no es sujeto de acción política. Nunca lo ha sido y jamás lo será. Esa acción le corresponde a los grupos de individuos, generalmente pocos, que ostentan o detentan la representación de la nación. En el mejor de los casos, la nación, así entendida, puede ser continente -o sustrato- de la acción política, pero no el pueblo. La única realidad que, en lo político, denota la palabra “pueblo” es el objeto de la demagogia de los regímenes que niegan la libertad individual o de los gobiernos que, lógicamente, tratan de soslayarla. Todo Gobierno, en tanto que poder ejecutivo, comprende de esta manera su relación con el pueblo (o sus sinónimos propagandísticos: “nación”, “sociedad”, “ciudadanía”, “mayoría”, et cetera), pero para los Gobiernos hipócritas o débiles (y en la sociedad del espectáculo todos lo son en mayor o menor medida, al menos en lo que a las maneras atañe) el pueblo es el alivio de su ansiosa necesidad de prever los derroteros del favor popular o de verse inmediatamente respaldado en cada medida tomada.   Nuestros déspotas viven eclipsados por la mentira editorial y el gigantesco constructo oficinal del Estado. Los gobernantes se suceden en el poder como sombras chinescas. Se asiste a sus decisiones y se aprende a reconocer quiénes y qué dicen ser, pero nada de eso importa verdaderamente salvo a la hora de expresar adhesión o repulsión incondicional al mito. Esa adhesión irracional a una u otra persona, una u otra ideología, es lo único que pueden reconocer como remotamente político las sociedades sin política real; la categoría “pueblo” acoge a todos aquellos que, sin mediación de circunstancias excepcionales, aceptan tener prohibido ser ciudadanos. Los momentos de unanimidad sentimental y mental que generan el fenómeno “pueblo” son naturalmente escasos, pero dejan una profunda huella psicológica en los seres humanos, de manera que los gobiernos y los grupos económicamente privilegiados tratan de mantenerlos vivos o de producirlos industrialmente. Pueblo somos cuando rugimos en los estadios; cuando nos santiguamos; mientras hacemos civilizada cola ante las urnas electorales. Si hay guerra en Irak o El Corte Inglés nos trae la primavera, somos pueblo. Entonces la sociedad es un solo cuerpo y una sola mente, ambos sometidos al capricho de los instintos. Pero por hermosos que puedan ser algunos de esos momentos (otros son francamente ridículos), en lo político el pueblo es sinónimo de populacho.   Cualquier ceremonia sirve para regenerar ese efímero monstruo social.  El  pueblo español  y sus gobernantes celebrarán el día de la constitución en una exhibición de fetichismo pagano. Será otra ocasión de Gobierno, no de Estado, como así lo ha sido la publicación de los famosos editoriales catalanes. La demagogia llama a afirmar la inexistente voluntad del pueblo mientras que la acción política debería dirigirse a constituir racionalmente el Estado o a hacerse con el Gobierno. La demagogia rellena toda la infinidad de momentos en los que la unanimidad de los individuos gobernados no existe. La conexión entre Gobierno y populacho a través de la demagogia asumida como jerga no sólo por la clase política sino también por los medios de comunicación, unida al sucedáneo nacionalista de la libertad política, el seny, promocionan un régimen sociopolítico con Estado fuerte, aunque compartimentado, Gobierno de apariencia gentil, pero omnipresente, y ciudadanos incapaces de trasladar el ímpetu de la naturaleza y la moralidad social a su eterno diálogo con lo absoluto, sea esto lo que quiera ser.   No hay dignidad política en ser sentimentalmente pueblo cuando se puede pertenecer a una racional sociedad civil, como no la hay en ser nacionalidad queriendo ser nación. En el transicional caso de los doce editoriales, la demagogia del periodismo regional de la Monarquía de Partidos aniquila la espontaneidad social a la hora de ser pueblo y el entramado institucional de la partidocracia hace lo propio con la libertad a la hora de ser ciudadano. El Gobierno, en esos artículos, habla a la sociedad civil a través de lo que debería ser su propia voz, es decir, crea “pueblo” y confía en su acostumbrada respuesta, el silencio. Esto deja al pueblo catalán al que alude el consenso periodístico en la más triste condición: la de ser un agregado de catalanes. Así visto no es de extrañar que los nacionalistas se mantengan expectantes, preocupados y amenazadores ante una sentencia que decidirá si prevalece la “dignidad de Cataluña” o se hace la nada, pues si nuestros compatriotas perdieran su catalanismo, no siendo pueblo, ni nación, ni sociedad civil, ¿qué quedaría? El TC debe evitar esa catastrófica situación con una sentencia que el señor Rodríguez Zapatero ya espera.   No. Son preferibles la locura o la subnormalidad a vivir creyendo imbécilmente que se es libre por voluntad ajena y catalán por destino.

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