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Torre de radio (foto: Lukasz Strachanovski) Fraude populista Con capacidad de difusión masiva, en España solamente existe prensa oficial. Ésta, a su vez, es puramente orgánica o se viste con ropajes de cierta independencia. La primera es tan burda que carece de interés. El peligro se encuentra en el segundo tipo, que denuncia la corrupción y demás efectos nefastos del Régimen, pero jamás atribuyéndolos a su causa congénita: la Monarquía de partidos. Peor aún, pretenden disolver en ella misma tales desgracias —apelando a la alternancia en el poder— a la par que hacerlas asumir al público como disfunciones universales inevitables de la democracia. O, en el mejor de los casos, “regenerar” —esto es volver a crear— el sistema desde dentro, o sea, sin proceso constituyente.   Su incapacidad para poder hacer pública la realidad política, lleva a los medios de la referida cuerda a razonamientos que, basados en las falsas cantinelas infantiloides a las que son tan proclives, arrojan conclusiones absurdas. Así, habiendo democracia, los últimos responsables de la actual situación —y anteriormente de otras— no pueden ser otros que los españoles. Rara es la tertulia en la que algún sesudo analista, después de recrearse en describir el horripilante panorama, al no poder referirlo a la inanidad institucional, lo endosa con desprecio a la gente, cuya misión, a diferencia del trabajo de él, no consiste precisamente en “dar forma”, “deformar” en el caso de los profesionales en España, la existencia colectiva.   Calificativos como “ignorante” y “lanar”, o sentencias como “se lo merecen” y “es lo que han votado”, aparecen regularmente en las bocas de los potentados de la comunicación social. Olvidan que toda iniciativa que ha surgido de la sociedad civil española, o de alguna región aledaña —habida cuenta del obligatorio clientelismo, aquí es casi imposible encontrar organizaciones absolutamente independientes de alguna administración—, pero que, en todo caso, han necesitado el apoyo resuelto de buena parte de la ciudadanía; desde recogida y presentación de firmas en el Congreso, hasta concentraciones, manifestaciones y, ¡no va más!, huelgas generales; han resultado palmariamente desoídas por la clase política de los partidos estatales. Si estos señores del micrófono y de la pluma tuvieran un mínimo poso de decencia, deberían explicar la verdad: que, como claramente se puede demostrar en cientos de casos que lo atestiguan, las leyes y la acción de gobierno de los dirigentes estatales del posfranquismo son absolutamente ajenos a los españoles. Las instituciones políticas y sociales de la transición se diseñaron precisamente para ello.

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