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(Foto: jam343) A diestro y siniestro   Hace unos días, un grupo de docentes “cavernarios” y “fascistas” -así nos vienen calificando los adalides del pensamiento educativo políticamente correcto- presentamos en Internet el Manifiesto de Maestros y Profesores *. La repercusión, como cabía esperar, ha sido más bien escasa, a pesar de que sus promotores no están escatimando esfuerzos para que el texto llegue a los últimos rincones del ciberespacio. El Manifiesto posee, al margen de su contenido, una virtud: ha sabido reunir en un mismo ideal, expresado sin tapujos en la necesidad de un cambio radical del sistema de enseñanza, a personas de muy distinto pelaje ideológico, y se ha convertido, sobre todo, en un ejemplo más -aunque parezca increíble, existe más de uno actualmente- de que aquellos particularismos de los que hablaba Ortega, o ese mito cainita que los medios de desinformación del régimen se esmeran en resucitar, son perfectamente superables cuando un mismo afán guía variadas y valientes inteligencias. Si el Manifiesto se difundiera masivamente, por primera vez en mucho tiempo se podría obrar el milagro de la desvinculación partidista, de la desobediencia civil en un ámbito, el de la enseñanza, que tradicionalmente ha demostrado una repugnante docilidad.   Por ello, ahora debemos estar preparados para lo que se nos viene encima, blindarnos “políticamente” ante cualquier influencia espuria e interesada, saber por fin que la empresa en la que estamos inmersos apunta directamente a la línea de flotación de un Hispanistán cada vez más confuso y exhausto. Y eso molestará a todos los que, desde los albores de la sacrosanta Transición, han erigido sobre la educación pública sus sucursales de prebendas, sus ventanillas de sinecuras, sus manuales del perfecto chupóptero hispanistaní. Eso no sentará nada bien a quienes pretenden sellar para siempre la peligrosa grieta de la enseñanza con un pacto -el educativo- que caerá como una losa sobre nuestras cabezas y las cabezas de nuestros hijos.   Uno de los bandos nunca se ha escondido. Resulta bastante sencillo identificarlo. De hecho, la mayoría de quienes lo integran no tiene ningún empacho en mostrarse como guardiana de la aldea que resiste ahora y siempre al invasor. Me estoy refiriendo, claro está, a la casta sindical y al patriciado político de la izquierda y del nacionalismo. Ellos serán los primeros en reaccionar. Aprovecharán cualquier excusa para cubrir con la consigna de “fascista” o “español” -terrible palabro, por cierto- a todo aquel que se atreva a poner en duda los dogmas de esa salud pública que se imparte con devoción en los centros de enseñanza. Como ustedes ya sabrán, son los más ruidosos, los que más medios tienen para desbaratar las iniciativas que florecen fuera de sus parterres. Poseen, además, el monopolio de los púlpitos, que llenan de pequeños savonarolas convertidos a la nueva-vieja fe pedagógica. Un sistema de enseñanza que acabe con la omnipresencia de su secta en los planes de estudio, que pretenda implantar reválidas estatales vinculantes, que imponga itinerarios desde los catorce años y modifique sustancialmente la formación del profesorado, jamás de los jamases será aceptado por ellos. Se opondrán, por supuesto que se opondrán a una reforma radical, pues ésta habría de replantear, sin más, el papel que en la fábula han adquirido y pondría en serio peligro su perfecto y lewiscarrolliano ecosistema.   El otro bando, sin embargo, sí lo lleva con un poco más de disimulo, e incluso a veces se permite la hipocresía de agarrar la bandera de la reforma. Es el que apoyó expresamente o acogió con su silencio -siempre cómplice- el engendro de 1990 y luego comenzó a mirar hacia otro lado. Sus integrantes son los que han ido sacando tajadita tras tajadita con cada nuevo decreto, con cada nueva ley, y los que han engordado en sus Taifas correspondientes a las mismas clientelas. Me estoy refiriendo, claro está, a la Iglesia, a sus sucursales asociacionistas más visibles, pero también a esa eterna oposición que, cuando no lo fue, bailó la eterna agua del digo y el diego. Los primeros protestan cuando les tocan las cruces y los conciertos; los segundos cuando los conciertos y sus Taifas. Los primeros disfrazan de libertad de elección, de libertad religiosa lo que no es más que la voluntad de perpetuar una herencia de setenta largos años; los segundos visten el cadáver con las sedas del bilingüismo, la disciplina o el esfuerzo, aunque cada vez más les cueste ocultar sus necrófilas inclinaciones -Galicia o Valencia son buenos ejemplos de esta perversión-. Ya no engañan a nadie. Las editoriales de libros de texto de los primeros han sido tan cómplices en la labor orwelliana de la transversalidad como las de la izquierda más reputada; son los mismos montessoris pero con distinto collar. Por su parte, la derecha opositora siempre tuvo muy claro el papelón canovista -¡más quisieran ellos!- que les había tocado en suerte. Un vistazo rápido a sus últimos programas electorales dará fe de lo que digo.   La excesiva cautela se torna cobardía en ocasiones, y la virtud de la templanza corre el peligro de caer en la aquiescencia cuando el silencio suple a la acción. Ahora que está a punto de cerrarse el pacto tantas veces ansiado y anunciado, es urgente no conformarse con lo que pueda salir de él, liarse a tortas, si fuera preciso, a diestro y siniestro. {!jomcomment}

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