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Un hombre y su perro (foto: Cheng I) Señor y perro Después de todo, tal vez acabe por hacerme con un perro. Nunca he sentido atracción por estas criaturas, que de niño me aburrían y de adolescente se me antojaban demasiado sumisas. Como en el chiste atribuido a Baudelaire (yo no se lo he leído): ¿alguien conoce a un gato policía? Además, la idea de perros educados para vivir en la urbe siempre me pareció algo demencial, sin que ello obste para que determinadas personas deban buena parte de su salud mental a sus amores y coloquios perrunos. Mi relativa animadversión por los perros encuentra una excepción en Zisco, el venerable can de mi abuela, en cuyo gran jardín le cabalgábamos a cambio de parte de nuestra merienda. A Zisco le encantaba el pan. Por cierto que Zisco fue inmortalizado por Víctor Erice en El Sol del Membrillo. Sus ladridos repican aquí allí a lo largo de la cinta, siendo, como era mi abuela, vecina de Antonio López.   Creo que mi percepción de los perros cambió algo tras la lectura de esa pequeña joya literaria que es Señor y Perro, de Thomas Mann. Con estilo ameno y sencillo, Mann cuenta la historia ordinaria de un hombre que saca una tarde su perro a pasear. Es cosa de maestros llenar de emoción y esplendor una experiencia tan aparentemente trivial. Todos los dueños de perros deberían leerla. Recuerdo que poco tiempo después de haberla leído fui con unos amigos de la escuela a la casa de uno de ellos para deglutir los callos madrileños de su madre, su especialidad. El día en la sierra era espectacular. Y por algún resorte insólito en mi interior me vi abocado a darme un paseo de varias horas con un can husmeador de todo tipo de pistas, al que de cuando en cuando tiraba   un   palo   y  todas  esas  cosas.   Una experiencia muy modesta, pero para un urbanita empedernido como yo, excepcional.   Hoy vivo en una pequeña población en las montañas. Mi casa está a pocos cientos de metros del bosque puro, y confieso que no acabo de disfrutarlo porque tengo miedo. En estos bosques los osos son los amos, y habitan entre otras criaturas que sólo ocasionalmente atacan a las personas, como los pumas, y otras que, que yo sepa, no lo hacen nunca pero con las que en todo caso no me gustaría toparme, como los coyotes. También hay lobos, los únicos posibles depredadores de osos; aparte, claro, de los seres humanos. Tengo entendido que en esta región se matan unos sesenta osos al año. Plantígrados atraídos por el olor de la basura urbana, y que tienen que ser eliminados en las inmediaciones de la ciudad.   Existe literatura técnica muy abundante acerca de los ataques de osos a humanos, que todavía no conozco bien. Sí sé que si te encuentras con un grizzly (Ursus arctos horribilis) una de las mejores cosas que puedes hacer es encomendarte al Altísimo. El aquí conocido como ‘oso negro’ suele pintarse de un modo más encantador, pero tampoco hay que confiarse, y mucho menos si se trata de una madre deambulando con sus crías. En todo caso, he descubierto que existe una opción más inteligente que confiar en que no te toque la china: pasear con un perro bien adiestrado. Los perros y los osos son enemigos naturales, y, si el perro no llega a detectar la presencia del oso, en caso de encuentro fortuito éste siempre perseguirá primero al can. ¿Se trata de una especie de astucia de la contrabalanza de poderes en el mundo natural? Sí, tal vez acabe adquiriendo un perro.

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