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Para entender lo que está sucediendo actualmente en la superficie de la política española, nivel donde se sitúan las maniobras de partido y los análisis de los comentaristas, es preciso buscar un estrato más profundo que pueda explicar las razones objetivas, más allá de las tácticas de coyuntura, de las dos contradicciones características de la situación y del momento político.

De un lado, la grave anomalía de que el partido gubernamental pretenda fraguar un bloque político con los partidos que han lanzado al Estado el desafío constituyente del derecho de autodeterminación. De otro lado, la extraña coincidencia en un mismo campo político de los dos partidos que simbolizan la tradición autoritaria de la derecha y la tradición revolucionaria de la izquierda.

Ese estrato profundo, condicionante y explicativo de la acción política, sólo puede estar ubicado en la economía o en la cultura. La naturaleza de las dos contradicciones visibles indica con certeza que el subsuelo de donde emanan ambas es de orden preferentemente cultural. No existen razones de mercado ni de convergencia económica que den sentido objetivo a las convergencias políticas del PSOE con los auto-deterministas y del PP con IU.   Desde que se inició la transición hasta las recientes elecciones, las costumbres de la clase política y de los electores no han cambiado significativamente. Pero el modo colectivo de juzgar y entender la acción política ha experimentado una profunda mutación. Ese modo de juzgar, manifestado como opinión pública autónoma, ha entrado en contradicción con las costumbres políticas, aunque todavía no con las instituciones. El 14 de diciembre señaló la profundidad de esta contradicción. La repercusión de los acontecimientos del este de Europa en los sentimientos españoles ha acentuado el distanciamiento abierto entre la opinión pública de la sociedad civil y la conducta de la sociedad política, entre el ciudadano y el elector, la moral y la política, la cultura y el poder.

El actual escándalo público sobre el tráfico de influencias refleja de forma inequívoca que la hegemonía cultural está cambiando de ubicación y de sentido moral. No percibiendo la realidad de este cambio, el partido gubernamental se esfuerza inútilmente en reconducir, en retrotraer la opinión pública al estado cultural de la transición. Atribuye su actual rebeldía a pasajeras irritaciones injustificadas o a inducciones malintencionadas de campañas de opinión. Sigue juzgando la situación política actual con los criterios culturales de antes. Es decir, en términos de relaciones de poder, de intereses de clase política, de opinión pública dirigida, de prepotencia.

El portavoz del Grupo Socialista ha presentido que el estado cultural no está en consonancia con el estado político. Pero se equivoca en el diagnóstico. Cuando dice que la transición “aún está falta de cultura democrática”, y que “la transición cultural democrática está por hacer”, está suponiendo que lo ya hecho, la transición política institucional, es democrática y no forma parte de la cultura. Es justamente lo contrario lo que es verdadero. Las instituciones políticas y el consenso constitucional son productos integrados en la cultura de la transición, que desde luego no tuvo, ni tiene, carácter democrático. La opinión pública se distancia hoy de las costumbres políticas de esa cultura. Empieza a comprender que sin control institucional del poder ejecutivo, sin separación real de los poderes del Estado, la democracia es imposible.

La cultura es el modo de vivir y de entender la vida colectiva. Contra lo que piensa el portavoz socialista, la cultura integra los hábitos políticos, las costumbres sociales, los modos de producción, las creencias, los sentimientos, las mentalidades y las opiniones colectivas en un sistema coherente de valores gracias al poder de aglutinación y jerarquización que en cada época adquiera alguno de estos factores. La crisis cultural se produce cuando se entiende y se juzga la vida colectiva de modo distinto a como se vive. Esto es lo que está pasando hoy.

La cultura de la transición estuvo dominada por un factor sentimental de carácter irracional que condicionó el proceso político y la mentalidad colectiva. Este factor sentimental, miedo general a la incertidumbre del futuro y temor particular a la revisión del pasado, determinó el arraigo en la opinión pública y en los hábitos políticos de una moral de situación, de una valoración social del oportunismo personal y colectivo.

No importa que el temor propagado por la clase dirigente al peligro de convulsión social que llevaría consigo la apertura de un verdadero proceso constituyente, careciera por completo de fundamento. Lo decisivo fue que ese miedo social, sublimado en ideología de consenso, dio coherencia racional a la reforma liberal de la dictadura, al pacto constituyente Suárez- González- nacionalismo vasco-catalán, al pacto constitucional no escrito de silenciar el pasado, al paso de la uniformidad de la dictadura a la unanimidad del consenso constitucional, a la condena social de todo tipo de coherencia moral y de idealismo político, considerados utopías irresponsables. El disentimiento político o moral, para esa cultura oportunista, era escandaloso.

Aquella moral de situación, basada en el miedo social, proporcionó a los ciudadanos una tranquilidad de conciencia, sin la que ninguna cultura popular puede estabilizarse, y a los dirigentes políticos una moral de compromiso con la que sellaron el pacto constituyente de la clase política como tal.

Hoy, por circunstancias fáciles de identificar, ha desaparecido el factor irracional del miedo como elemento básico de la cultura, Y sin temor, la opinión pública comienza a ver las situaciones y las conductas sociales con los ojos del sentido común. Aprende a juzgar los comportamientos políticos, del poder y la oposición, con los sanos y sencillos criterios de la moral tradicional. Hoy se puede disentir, de la transición y del fantasioso edificio levantado sobre el miedo irracional, sin producir escándalo social. La hegemonía cultural no está ya en la sociedad política ni en los órganos editoriales que hasta ahora la monopolizaban. Está transfiriéndose insensiblemente, pero irrevocablemente, a la sociedad civil. La ética del poder, mera continuación inerte de la moral de situación de la transición, ha dejado de ser coincidente con la cultura que emerge de la sociedad civil. El Partido Socialista, teniendo todavía la hegemonía política, ha perdido ya la hegemonía moral y cultural.

Sin cultura de miedo, con criterios de libertad y de moral tradicional, la opinión pública puede aclarar las contradicciones políticas visibles. Del mismo modo que la convocatoria sindical del 14 de diciembre sirvió de catalizador a un gran movimiento ciudadano de repulsa de los hábitos políticos, la vicisitud del “caso Guerra”, en sí misma despreciable, ha precipitado la solución del consenso en dos bloques políticamente diferenciados en torno al concepto mismo de la democracia y del progreso.

A un lado, el llamado sin error, pero con imprecisión técnica, bloque constitucional. Los cuatro partidos que lo argamasan tienen de común la cualidad de ser únicos socios fundadores del club constituyente de la transición. Los demás fueron sus invitados. Es el bloque constituyente de la subordinación del poder parlamentario y judicial al poder ejecutivo. Tres de ellos son partidos gobernantes. El cuarto quiere volver a serlo al modo como su líder llegó a serlo, por designación desde arriba. Este bloque defensivo del poder, al oponerse a su control parlamentario, adquiere un carácter claramente antidemocrático y, al ampararse en una moralidad de situación pasada, a la que pretende retrotraer la opinión pública, toma un signo anti-civil y, en consecuencia, reaccionario. Es el bloque incivilizado que sigue especulando, a través de amenazas de dimisión y de autodeterminación, con el miedo.

A otro lado, los partidos que, con independencia del simbolismo de sus siglas, desean controlar institucionalmente al Gobierno y sintonizar con la nueva cultura moral de la sociedad civil. Sin concierto subjetivo, el PP, IU y los partidos regionales de oposición están en una convergencia objetiva hacia la verdadera democracia y el progreso moral. Es el bloque civilizado que ha puesto fin al consenso del miedo y, por tanto, a la transición.

Publicado en “El Independiente” en febrero de 1990

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