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River fishing (foto: robysaltori) Leteo español   La memoria y el olvido son funciones esenciales de la vida. La ciencia está empezando a percatarse de que el olvido es una función indispensable para el equilibrio psicológico: no todo puede permanecer en recuerdo activo. Ahora bien, aunque el cognitivismo que se enseña en las universidades no permita afirmarlo, ni puede olvidarse de cualquier manera, ni cabe tampoco hablar estrictamente de ‘olvido’ cuando antes se ha producido una comprensión. En este último caso, el fenómeno pasa a formar parte de la estructura de un cuerpo (individual o nacional). Caso distinto es aquél en que se da una voluntad de olvidar sin comprender. Aquí el acontecimiento (traumático), en lugar de integrarse en la conciencia, pasa a un estado de pasividad-agresividad inconsciente que inspira, sin paradoja ninguna, movimientos irracionales e incontrolados.   Cuando lidiamos con pasados traumáticos, definir el tipo de olvido establecido es crucial para una memoria adecuada a la razón y la salud del cuerpo. El olvido de la Transición española, aunque loado por la inmensa mayoría de ciudadanos y observadores externos, fue deficiente, pues no surgió de una voluntad de averiguar la verdad. Ambiciones de poder aparte, el miedo infundado a un afán justiciero como el que se produjo en ambos bandos antes, durante y después de la Guerra Civil es una de las causas por las que los partidos políticos decidieron traidoramente pactar con el régimen que les había oprimido y contra el que habían luchado.   Este olvido, análogo al de una persona aquejada de un trauma infantil que evita ver a toda costa,   y  que  por  eso  mismo  le  juega malas pasadas ante estímulos cada vez menos parecidos al original, es un olvido falso. No es el olvido de un sueño reparador tras un largo día de trabajo impulsado por la verdad y la libertad. No es el olvido de quien ha integrado acontecimientos traumáticos pasados en su conciencia. Si el afán revanchista de un grupo particular ahora encaramado en el poder es fatal, el olvido típico del carpetazo, como si no hubiese pasado nada –movido además por hilos de siniestra ambición partidista– constituye el otro extremo de lo social y políticamente nefasto.   Tras la muerte de Franco, España habría dado muestras de verdadera salud si, en primer lugar, los partidos supuestamente democráticos hubiesen roto con el pasado dictatorial de un modo claro y sin concesiones. A pesar de las apariencias forjadas en el miedo, el resultado no habría sido un regreso a la revancha partidista porque la oposición democrática estaba generosamente representada por varias ideologías. Si la famosa Comisión de la Verdad y la Reconciliación sudafricana cometió el error de conceder amnistías a asesinos que deberían haber caído en manos de la justicia, su voluntad de hacer públicas las barbaridades cometidas por ambos bandos tiene la impronta de querer exponer la verdad desnuda acerca de lo ocurrido. La tapadera de la Transición española no ha permitido nada semejante. De ahí que pueda decirse, una vez más en contra de las apariencias (de la Constitución, o de la propaganda del régimen transicionista), que España no ha curado sus heridas más recientes.

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