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Modelando la opinión pública (foto: v i p e z) Estado sin opinión En la «Obertura» de su libro, Bicentenarios de libertad (2010), José Antonio Piqueras rememora cómo el periódico Semanario Patriótico, que se comenzó a publicar en Madrid, el 1 de septiembre de 1808, atribuía a la ausencia de un órgano legítimo por donde explicarse la opinión pública ?¿prensa, Cortes??, el silencio ante la tiranía y la única alternativa que se le presentaba, el desorden y la rebelión.   Por otro lado, Gonzalo Capellán, en el libro del que es editor, Opinión pública. Historia y presente (2008), nos recuerda en la introducción, el hecho comúnmente aceptado de que la opinión pública moderna comienza a finales del siglo XVIII, como resultado de la Ilustración y las revoluciones liberales; y trayendo a colación el ensayo quinto, On the first principles of Government, de la obra Essays, Moral, Political and Literary (1742), de David Hume, explica el sentido político que toma desde entonces, como método contrario a la violencia, que se asimilaría posteriormente al gobierno representativo, llamado expresa ?y expresivamente? «gobierno de opinión», vigente durante la primera mitad del siglo XIX.   «Los liberales ?señala Capellán? habían descubierto una nueva fuerza legitimadora del poder político, secularizada, pero que invocaban con la misma frecuencia y reverencia que al anterior principio religioso de la providencia divina  [como legitimación  de  la monarquía]» «Tal fue la sacralidad que adquirió la opinión pública ?prosigue este autor? que, no en vano, autores como Alberto Lista, retomando una vieja expresión italiana, aplicada sólo a la opinión, la coronaron como “reina del mundo”.»   Por su parte, Antonio García-Trevijano, en su libro Teoría pura de la República, al estudiar el espíritu republicano, relata el nacimiento de la opinión pública en Francia, creada por los grandes escritores de la prensa ?Mirabeau, Brissot, Mallet du Pan? antes de la Revolución, al abrigo de las asociaciones de ciudadanos en clubes de debate; y explica cómo dicha opinión pronto se transforma en «tribunal de la opinión pública», dispuesto a definir los delitos espirituales.   «La opinión pública ?dice García-Trevijano? fue atrio del espíritu público y antesala del orden público, que terminó instalándose en el salón del Estado como institución napoleónica.» «En su origen ?continúa?, no se imponía como cascada caída desde la autoridad sobre la sociedad, sino como manantiales brotando de todas partes, que formaban la corriente de opinión principal.»   «Pero para la mayoría de los autores ?ahora en palabras de José Antonio Piqueras?, la noción se confunde con “una potencia unitaria e imperiosa” emanada del pueblo, incluso con la voluntad general, sin percibir dos características inherentes a su condición moderna: la pluralidad y su movilidad.»   Este orden público avasallador de la opinión y del espíritu públicos, que fueron impuestos en los espacios públicos, primero por la gobernación revolucionaria y, definitivamente, por Napoleón, es una de las taras o defectos capitales, que la Revolución francesa legó a la posteridad política europea: «Un orden inherente a la dictadura administrativa que continúa vigente en la teoría y en la práctica de los actuales Estados» ?afirma Trevijano?, que concluye: «lo que hoy pasa por tal es la opinión hegemónica de la información dominante, repetida como un eco en la desinformación actuante.»   Y ahora ?concluimos nosotros?, la ausencia de una verdadera opinión pública en el Estado de partidos, puesto que ha sido sustituida por la opinión de la oligarquía, propagada a través de los medios de comunicación del monopolio estatal y autonómico y de los oligopolios privados a su servicio; ha de ser suplida mediante la conquista de la opinión de la respúbica, a través de todos los medios libres disponibles, como paso previo a la rebelión política masiva y a la apertura de un período de libertad constituyente.

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