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Lo menos que se podría esperar de los intelectuales españoles es que conocieran, o hubieran procurado conocer, la naturaleza y la definición del tipo de Estado que defienden. Algunos, fijándose exclusivamente en su diseminación territorial, lo llaman Estado de Autonomías. Otros, atraídos por la majestad de su signo, lo nombran Monarquía Constitucional o Parlamentaria, sin conocer la diferencia sustancial que separa a una y otra forma de Régimen monárquico. En aquella, el Rey gobierna pero no legisla. Mientras que en ésta, sólo ostenta las funciones representativas de la Jefatura del Estado. Los más, tributarios de la propaganda, usan la redundante y demagógica fórmula de la Constitución: «Estado social y democrático de derecho». Redundante, o pleonástica como diría mi querido y admirado Albiac, porque todo Estado, incluso tiránico, al gobernar a una sociedad por medio de leyes, siempre es Estado social y de Derecho. Demagógica y escandalosa, porque ninguno es, ni pretende ser, salvo la dictadura comunista, una organización democrática. Esta farsante retahíla de sonoridades adjetivas ha sustituido, aquí, la definición sustantiva forjada por la ciencia y jurisprudencia constitucional de Alemania, con la doctrina que elaboraron los famosos juristas de la república de Weimar: «ESTADO DE PARTIDOS».

La primera vez que se ideó este peculiar tipo de Estado fue en 1901. Pensando que los partidos eran fuerzas de la vida social articuladoras de la voluntad política de los ciudadanos, Richard Schmidt propuso el reconocimiento de la lucha de partidos como proceso conformador y constitutivo del Estado. Esta teoría quedó arrinconada, hasta que la Primera Guerra Mundial alteró de hecho la relación entre Estado y Sociedad, y los partidos se apoderaron del nuevo Estado republicano mediante el sistema electoral de las listas de partido. Dos célebres polémicas, la de R. Thoma contra Carl Schmitt y la de Kelsen contra Triepel, inclinaron la opinión de los juristas hacia el reconocimiento constitucional, del Estado de Partidos. Cosa que haría Hitler con el partido estatal único y la Constitución de Bonn con los partidos patrocinados por la potencia vencedora del nazismo. Las ideas que identificaron al Estado de Partidos con la democracia entraron en la Universidad española a través de las obras de H. Heller, Kelsen y G. Radbruch, anteriores a los años 30. Es decir, anteriores al nazismo.

Pero esas ideas, que habían sido desprestigiadas por los partidos estatales únicos, no habrían llegado a la Constitución española, si otro jurista alemán, que antes las había rechazado en defensa del principio representativo, y hostilidad hacia todas las formas de democracia pseudodirecta, refrendataria o plebiscitaria, no las hubiera convertido en poderosas armas políticas de la Guerra Fría, desde el Tribunal Constitucional Federal. Gerhard Leibholz dictó las sentencias que consagraron a los partidos como órganos del Estado y prohibieron los partidos nazi y comunista. Justo lo que EE UU y Alemania querían para España. Sólo que aquí se coló el PCE de Carrillo, al terrible precio de aniquilar su identidad y reducirse a un grupo marginal. La inmensa brutalidad que supone el Estado de partidos, contra la libertad política de la Sociedad y contra la democracia en la forma de Gobierno, sólo se entiende en el contexto de la Guerra Fría. No debe extrañar que este tipo de Estado hiciera crisis en los países de Europa occidental tan pronto como se derrumbó el muro de Berlín. La atonía moral en la cultura, la ausencia de debate ideológico en los medios y la gran corrupción en la administración pública no son hechos inconexos ni causales. Las degeneraciones sociales aparecen siempre que el sentido histórico del Estado desaparece.

Artículo publicado originalmente en El Mundo el viernes 24/4/2000

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