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No por esperado deja de ser sorprendente que veinte años después de la muerte de un dictador, el pueblo eleve al poder, en nombre de la decencia política, al partido fundado y mantenido por los hombres de la dictadura. La confrontación electoral que ha dado la victoria en las urnas al partido de Fraga y de Martín Villa, sobre el de la corrupción y el crimen de Felipe González, tiene muy poco que ver con el debate ideológico entre la derecha y la izquierda. Si queremos entender lo que sucedió ayer, y lo que sucederá a partir de hoy, debemos comenzar por algún principio de entendimiento. Y no parece mal comienzo llamar a las cosas por su nombre para ponerlas en su sitio.

Por de pronto la cosa social de Aznar, que ha vencido a la cosa social de Felipe, no se puede traducir políticamente como una victoria de la derecha sobre la izquierda. Las etiquetas de partido no pueden enmascarar el hecho de que el triunfo de Felipe en el 82 y éste de Aznar en el 96, obedecen a la misma causa reaccionaria que, ante un peligro real o imaginado, encauza la masa electoral hacia un partido-refugio. El miedo a un imaginario golpe franquista fue ayer para el PSOE, lo que hoy ha sido para el PP el miedo al golpe civil felipista.

De ningún modo puede entenderse que la izquierda ha gobernado en España durante trece años. Las clases sociales dominadas están más lejos del poder estatal que en 1982. Las clases asalariadas han perdido poder adquisitivo en favor de las rentas del capital. Los avances evidentes en materia de asistencia social no han sido cualitativamente diferentes de los que se han promovido en Europa por gobiernos con etiquetas de derechas. Y jamás en la historia de España se había visto una hecatombe semejante, en tan corto tiempo, de los ideales y valores éticos, racionales y estéticos que antes definieron a la izquierda política, como hoy siguen definiendo a los pueblos por la calidad humana de sus gobiernos. En este terreno, el felipismo ha causado espanto colectivo. Aquí está la explicación de que millones de españoles, muy alejados de identificarse en sus conciencias con lo que representa el partido de Fraga y Martín Villa, hayan preferido refugiarse en lo único, seriamente organizado por Aznar, que podía expulsar del Gobierno al horror de la degeneración felipista, sin riesgo para el sistema. Que, dicho sea de paso, favorece la extorsión y el crimen de los gobernantes.

Pero la sustitución de un gobernante por otro, siendo un asunto de gran interés inmediato para los gobernados, no puede tener la importancia, que algunos pretenden dar al triunfo de Aznar, de un verdadero cambio en la forma y modo de gobierno. Por buenas que sean las intenciones de este joven dirigente del PP, pronto se encontrará ante el mismo problema que Felipe: la necesidad de mentir para gobernar. No porque la mentira sea inseparable de la política, cosa innecesaria cuando la sociedad política está unida a la sociedad civil, sino porque es un fenómeno inevitable en todos los sistemas basados en ficciones. La necesidad de mentir para gobernar en este régimen de Monarquía parlamentaria es la madre, como se seguirá viendo, de todas las corrupciones. Tiene trascendencia, como prueba de la falsedad del régimen, que Aznar haya sido elegido presidente del Gobierno en unas elecciones simplemente legislativas. Lo que ayer sucedió, unas elecciones presidenciales enmascaradas con listas de candidatos de partido al Parlamento, demuestra dos cosas: que no hay separación de poderes entre el ejecutivo y el legislativo; y que es necesario mentir para decir que esto es una democracia o que la corrupción es un problema personal. La transición no ha terminado. Lo hará cuando no sea necesario mentir para gobernar; cuando la sociedad política represente a la sociedad civil y no, como ahora, a los partidos estatales; cuando los poderes se separen para evitar la corrupción; cuando no haga falta refugiarse. Lo que ayer comenzó fue el último acto de esta comedia parlamentaria.

Artículo publicado en El Mundo el 4/3/1996

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