Claro

Oscuro

Una comisión de siete abogados partidistas, padres de la patria, la redactó en secreto. No la constituyó. Unas Cortes legislativas ordinarias la aprobaron. No la constituyeron. El electorado la refrendó. No la constituyó. Tampoco hubo un periodo de libertad constituyente del Poder político. Y los factores causantes de la Transición no fueron los constituyentes de la Constitución. Si no hubo una fase legalizada de libertad colectiva para expresar y debatir ideas constitucionales sobre la forma de Estado y de Gobierno; si era un tabú plantear estas cuestiones a la opinión pública; si no se convocaron elecciones para elegir diputados a Cortes Constituyentes, entonces ¿qué sector de poder constituido en derecho, o temido de hecho, creó la Constitución? ¿Qué tipo de intuición política la concibió? ¿Qué inteligencia discursiva la desarrolló? ¿Qué ambición de poder la impuso como voluntad del Estado?¿Qué consenso ideológico le dio curso convencional en los medios de comunicación? A veintidós años de aquello, aún no se ha dado satisfacción a lo que, no obstante, se debe saber, para poder entender y comprender la situación actual. Especialmente en materias de nacionalismos periféricos y corrupción política.   Para evitar equívocos, aclaro que lo constituyente no se refiere aquí a la materia políticamente constituible en una Constitución, sino al poder o la potencia que la constituyó como norma suprema. Salvo Locke, Sieyes, Friedrich y Carl Schmitt, la filosofía del poder y la teoría constitucional no suelen ocuparse del tema. En general, los textos constitucionales se interpretan y comentan como los exégetas a los Libros Sagrados. Se separa el producto de toda vinculación con un productor humano. Y se convierte en objeto de fe lo que reclama ser entendido y comprendido por la razón. No por motivos de curiosidad histórica o intelectual, que serían de por sí bastantes, sino porque el poder constituyente no se extingue, como parturienta mal constituida o mal asistida, al alumbrar la criatura constitucional. Es ésta la que perecería o caducaría sin el mantenimiento permanente, y la conservación constante, por parte de los poderes que, en su día, le dieron el ser. Decidme, pues, lo que hoy sostiene los poderes constituidos y os diré la potencia constituyente que ayer los constituyó.   La Monarquía del Estado de Partidos no duraría un instante, pese al sostén del Ejército, la Banca, la Iglesia y la popularidad al día de que goza el titular de la Corona, si el PP, PSOE, y los dos o tres medios hegemónicos en el mundo editorial, la dejaran abandonada a su suerte. Lo constituyente en el 78, lo decisorio, tuvo que estar, por eso, en la potencia de los causahabientes de esos partidos y de esos grupos informativos. Lo demás, incluso la prestación extranjera, era políticamente superfluo, salvo la potenciación del PSOE por la socialdemocracia alemana. No planteo esta hipótesis como si fuera posible de realizar en el contexto actual de los intereses de partido, sino como ficción metódica que permite reducir la complejidad constituyente a sus mínimos factores irreductibles.   Si lo constituyente estuvo en esos partidos, y no en la libertad política de los ciudadanos, era inevitable que lo constituido no fuera la democracia formal, sino una oligarquía de partidos que continuara en el Estado la concepción autoritaria del poder, a través del expediente inventado en las potencias vencidas, tras la última guerra mundial, por miedo a que la libertad política indiscriminada condujera al comunismo o al resurgimiento del nazifascismo. El modelo del Estado de Partidos, tomado de la práctica republicana de Weimar y de la teoría de sus juristas, vino como anillo al dedo anglosajón para esposar a los países europeos que había liberado, y conducirlos en la guerra fría.   Artículo publicado en La Razón el 28/12/2000

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