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El nuevo Ministro de Justicia entiende por independizar la Justicia el retorno a la situación previa a la nefasta reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de 1985. Sin embargo ese no fue el año de la muerte de Montesquieu, como dijera Guerra, sino solo de sus pompas fúnebres. Secondat no llegó a nacer en nuestro país. La constitución de 1.978 constituye el aborto de la criatura al no concebir si quiera más independencia judicial que la personal de jueces y magistrados en el ejercicio de su función. No existe separación en origen de la facultad jurisdiccional porque ni siquiera existe reconocimiento institucional de la misma.

El impotente reformismo de Gallardón queda claro desde el mismo momento en que, según la nueva regulación, mientras doce de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) los elegirán tan solo jueces y magistrados, los ocho restantes permanecen reservados al nombramiento de las Cortes. ¿Por qué sólo doce y no los veinte si existiera un convencimiento real de que ésta es la solución a la dirección política de la vida judicial? La respuesta sólo puede encontrarse bien en la resistencia a la pérdida de esa posición de dominio por la clase política o bien por el conocimiento cabal de que esa endogamia judicial para elegir al CGPJ no soluciona la cuestión.

Tras el cambio regulatorio el sometimiento de la Justicia continuará pero bajo otras formas. Por un lado y de manera directa manteniendo a ocho comisarios políticos como vocales, y por otro trasladando la lucha de los partidos por el control del supuesto órgano de gobierno al asociacionismo judicial. De hecho la reforma es un éxito de las asociaciones judiciales en su permanente aspiración en convertirse en auténticos sindicatos de estado de jueces que colman así en buena manera su voluntad de convertirse, como los de trabajadores, en sujetos colectivos de poder estatal, en este caso de la Justicia. La colonización del asociacionismo judicial por los partidos queda abonada y la independencia judicial en barbecho.

La solución no por repetida deja de ser la misma. Supresión del actual CGPJ y sustitución por un Consejo de Justicia cuya Presidencia sea elegida por todo el mundo jurídico en su integridad, y no sólo por jueces, que elabore su propio presupuesto y que tenga a su disposición una auténtica policía judicial solo dependiente de Jueces y Magistrados. Unificación de las carreras Fiscal y Judicial en que ambas funciones queden como puestos de destino suprimiendo el cargo de Fiscal General del Estado y eliminando el Tribunal Constitucional de modo que, con efectiva aplicación del principio de unidad jurisdiccional, el quebrantamiento de la norma suprema pueda ser apreciado en cualquier sede e instancia. Y claro, la eliminación del propio Ministerio de Gallardón y las consejerías equivalentes de los virreinatos autonómicos, transfiriendo sus competencias al mismo Consejo de Justicia.

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