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Durante el primer mes del año en curso el Gobierno nacional ha pedido a los mercados financieros casi la cuarta parte de lo que parece necesitar a lo largo del año, si la evolución de la economía no va a peor. Las últimas noticias confirman que sigue por la misma senda de peticiones. Sus portavoces dicen que lo están haciendo para financiar las medidas económicas excepcionales que han de tomar para paliar los efectos de la crisis, aprovechando la expansión monetaria realizada por el Banco Central Europeo (BCE). Pero levantemos este (es)tupido velo para ver la realidad.

En primer lugar, estas peticiones revisten la forma de Letras, Bonos, Obligaciones o préstamos, según les convenga, sin tener en cuenta aquellos consejos clásicos sobre la utilización de las diversas variantes de Deuda Pública: Pagarés, Letras y préstamos a corto plazo se deben utilizar para cubrir los baches temporales de tesorería (esas pequeñas disfunciones existentes entre la entrada de los ingresos y los pagos a realizar en un tiempo determinado); Bonos, Obligaciones y préstamos a largo plazo se reservan para pagar inversiones que generarán valor añadido en la sociedad y el retorno del capital invertido. Al igual que ha ocurrido con la distinción clásica de bancos comerciales y de inversión, aquella clasificación se ha sacrificado en el altar del presupuesto de la tesorería cuyos sacerdotes están obsesionados con la liturgia del tiempo idóneo de emisión y de amortización. La finalidad de esos recursos obtenidos importa poco o nada.

En segundo lugar, la deuda pública se ha convertido en el paradigma de la economía financiera actual. Cura las heridas presupuestarias de las Administraciones Públicas (cubrir los diversos déficits) sin importar su gravedad; se utiliza para amortizar otros títulos que están a punto de extinguirse (refinanciación continua); evita la financiación de los gastos a través de los diversos tributos y así elude las protestas por la presión fiscal que soportan los ciudadanos actuales (traslado de la carga tributaria a las generaciones futuras); financia los servicios transferidos a las Comunidades Autónomas y de paso paga despilfarros y facturas pendientes de muchas de ellas y de las Entidades Locales; y salva del desastre financiero a muchas instituciones bancarias, cuyos dirigentes no tienen escrúpulos en ponerse retribuciones de escándalo.

En tercer lugar, las múltiples emisiones de deuda pública, en todas sus modalidades, interfieren en la oferta de crédito, las disponibilidades financieras de los demás agentes de la economía nacional. Una buena parte de éstas se emplean en la adquisición de aquellas emisiones, restando créditos al sector privado (efecto desplazamiento, expulsión o “crowding out”) y provocando que los recursos sobrantes sean más caros. ¿Cuándo los gobernantes se lanzan velozmente por este sendero, conocen sus peligros?

(Continuará).

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