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Tras las elecciones andaluzas y las asturianas, ya sólo tenemos a la vista la de la comunidad de vecinos. Las tres citas con las listas de partidos y las urnas en menos de un año han debido de dejar exhaustos a los votantes. Y no sólo a ellos. Los abstencionistas, los que nos negamos a participar en este enjuague que nos impide elegir a nuestro Gobierno y a nuestro diputado por distrito (y no a un grupo de funcionarios de partido), también hemos acabado agotados de la propaganda del Estado de Partidos.

Los votantes, ahítos de papeleta, sobre y urna, creen haber elegido su próximo Gobierno y vuelven a sus afanes. Miran de reojo los informativos de televisión y la prensa escrita para estar al tanto de cómo evolucionan los resultados. Y al día siguiente se limitan a preguntarse cómo se las van a arreglar para formar Gobierno, quién pactará con quién, quién cederá qué, a cambio de qué… Y sin embargo, no se hacen la pregunta fundamental, la que responde a la legitimidad, a la voluntad del elector. Si un elector vale un voto, ¿por qué hay más de una fuerza política que puede hacerse con el Gobierno? ¿Acaso cada elector ha dibujado en su papeleta las proporciones de fuerza que deben asignarse a cada formación en los parlamentos? Evidentemente, no.

Ejercicio práctico. Digamos que las recientes elecciones asturianas y andaluzas se han desarrollado de forma tal que los votantes disponían de dos urnas. Una para votar a los parlamentarios de la futura legislatura; y una segunda para señalar quién debe formar Gobierno. ¿Cabría entonces la posibilidad de que los parlamentarios se presten a chalaneos? No, porque ya no tendrían nada que decir en la formación del Gobierno, los ciudadanos ya se habrían encargado de decidir quién debe formarlo. Una intromisión de los legisladores electos en la formación del Gobierno supondría un golpe de Estado. Esa es la separación de poderes.

Acabado el ejercicio práctico, volvemos a la triste realidad política española. ¿Qué tenemos? Dos parlamentos sin mayoría absoluta. No es mala cosa que el colegio legislativo no esté dominado por una única tendencia ideológica que haga de apisonadora. Ahora bien, si este mismo cuerpo es el encargado, como sucede en España, de elegir a quién ha de gobernar, el resultado sólo puede ser un Gobierno débil, dependiente de la voluntad de un grupo reducido de personas.

Así pues, ¿cómo estamos los gobernados ante este estado de cosas? Al albur de la voluntad de un grupo reducido de personas. El Gobierno existe para velar y proteger los derechos de la nación. Ése es su propósito. Si su formación depende de la voluntad individual de un grupo reducido de personas, ¿qué impide a estas personas destruir nuestros derechos? Nada. ¿Qué les obliga a formar un Gobierno que cumpla su misión? Nada.

Sólo con la elección libre y directa del Gobierno en votación separada y a doble vuelta nos dotaremos de un Gobierno legítimo. Porque son ilegítimos todos los Gobiernos de cuya elección no participa la nación.

Javier Torrox

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