Claro
Oscuro
NADA, en la historia de España, ha sido democrático. Ni de acción ni de pensamiento. Nuestra cultura política, como todas las que provienen de la Revolución legada por los historiadores del XIX, no contiene un solo atisbo de propósito democrático. Pero tiene por dogma que el moderno parlamentarismo, aunque no represente a los electores, es la forma política que define a la democracia.
Una fe de carbonero nos hace comulgar con la pétrea idea de que el régimen de partidos, instalado en el Estado, es la genuina democracia. Sin embargo, se trata de un dogma falso que no puede resistir su confrontación con la realidad o con la idea que pretende encarnar. El régimen que santifica está tan alejado de la democracia, corno pueda estarlo de la dictadura que sustituyó. Y si hablamos con rigor, desde el punto de vista de la constitución y ejercicio del poder (de arriba a abajo y sin control efectivo), está mas cerca de la dictadura. Y no estamos hablando de una democracia ideal (participativa, directa), ni de la que tendría una sociedad altamente civilizada (auténtica), sino de la democracia formal, mal llamada burguesa, a la que todo pueblo adulto puede aspirar, porque consiste en unas simples reglas de juego para que los gobernados designen, controlen y depongan a sus gobernantes.
Si la izquierda considera que la libertad sólo puede estar garantizada por una oligarquía de partidos, que explique entonces por qué nos da gato liberal por liebre democrática. Una izquierda que participa en tal engaño, sabiendo que el pueblo está excluido de la soberanía (reside en los jefes de partido), no es izquierda genuina. El engaño está en hacer creer que donde hay libertad hay democracia, confundiendo la condición de una relación horizontal entre iguales con el régimen de poder de una relación vertical entre desiguales; una regla de autonomía personal con una forma de gobierno y de Estado. De este modo se echa sobre los electores una responsabilidad que pertenece, en exclusiva, a los partidos.
La libertad es condición necesaria, pero no suficiente, de la democracia. La monarquía constitucional fue ideada para que la libertad fuera compatible con la ausencia de democracia en el poder ejecutivo. Y por eso se creyó que la República traería la democracia. Error que costó caro en ambos lados del Atlántico. Pero los gobernantes de allá tuvieron la grandeza moral de saber rectificar, cambiando su Constitución parlamentaria por otra democrática, que introdujo la división del poder como garantía efectiva de la sociedad y de los individuos, contra el abuso de autoridad. Mientras que en Europa ha persistido la confusión revolucionaria de parlamentarismo y democracia, pese a la precoz advertencia de Miranda: «Dad al cuerpo legislativo el derecho de nombrar los miembros del poder ejecutivo y la libertad política dejará de existir».
La clandestinidad y la cárcel, el fracaso de la izquierda tampoco le enseñó nada. Lo único que se le ocurrió fue ocupar, junto con la derecha, el Estado dejado vacante por los dictadores que la vencieron. Los partidos se han convertido así en elementos constitutivos del Estado, de una organización que cada generación recibe en herencia forzosa y transmite a la siguiente con nuevos medios de dominación, y donde el poder se transforma en un tipo de autoridad que la sociedad no puede rechazar. En ese Estado involuntario, que trae en sus entrañas la tradición absolutista y totalitaria que lo hizo moderno, en ese Estado inconsciente, que sincretiza toda autoridad, se han instalado los partidos voluntarios de la izquierda para darle su voluntad y conciencia. Han abandonado la razón de su eminencia representativa de la sociedad, asumiendo como razón vital la del Estado que los financia.
No es posible un mayor despropósito. La izquierda murió cuando se hizo estatal. En el Este y el Oeste. La música de su discurso disonante es la de sus funerales. Pero el propósito de civilizar el Estado, desde la sociedad, es tarea democrática que puede y debe acometerse con ideas y acciones liberadas de los prejuicios y utopías izquierdistas que han dado el triunfo a la reacción.