Claro
Oscuro
Ya era hora de que la abstención electoral ganara, fuera de las urnas, la dignidad que se pierde con este sistema, dentro de ellas. Ya era hora de que lo más selecto de la prensa percibiera que lo mejor del cuerpo electoral está en los que se abstienen de apoyar con su voto, incluso en blanco, a un modo de integrarse en la sociedad política (listas de partido; cerradas o abiertas es prácticamente lo mismo) que hace imposible, por su naturaleza, la representación de la sociedad civil. Los abstencionistas han visto, por fin, el poder deslegitimador del NO, cuando puede expresarse sin temor, en todo régimen de dominación. Y nadie podrá negar, sin ridiculizarse, la insoslayable evidencia de que vivimos bajo la humillante dominación oligárquica de vulgares jefaturas de partido. Aunque tarde, ya es de conocimiento público que el derecho de votar implica por necesidad el de no votar. Y que si ambos tienen la misma legitimidad política, sólo el último alcanza una dimensión ética, cuando no hay nada que pueda ser votado sin indignidad, es decir, sin complicidad con la mentira, el crimen político o su perdón.
La cabeza de lista del PSOE quizás no era consciente de la verdad exacta que se traslucía en su mensaje confesatorio, cuando pidió la complicidad de los votantes. Nadie ha sido más sincero que ella. La palabra cómplice es inequívoca: participar en un delito del que no se es autor. Y su sentido alegórico, más negro que el de compinche, es deshonroso: conciencia pícara de estar obrando mal, para obtener un beneficio, en perjuicio de otro, sin riesgo de punición. Ante tal invitación a la complicidad, no denunciada por los otros partidos ni por los medios de comunicación, ¿cómo dejar de abstenerse sin caer en el deshonor?
La abstención de los que hubiesen votado de haberles sido posible es muchísimo menor que la de los que no votarían sin la coacción de su entorno. Y la apatía política de los que votan, para poder desentenderse luego de la cosa pública, no es predicable de los que se abstienen por ignorancia. Si votar en blanco legitima al sistema, con más razón no votar por incultura política debe ser la mayor deslegitimación del método que la produce. Si todos los votos cuentan lo mismo, con abstracción de sus diversos y hasta opuestos motivos, no es honesto atribuir el efecto deslegitimador solamente a los que no votan a conciencia. Si se distingue entre los que se identifican con un partido y los que lo votan para que no gane otro, también se puede distinguir la diferente índole de los motivos que empujan a la abstención. La conciencia personal se abstiene por la defraudación de las ilusiones puestas en los partidos en liza. Hoy no ha votado, pero mañana puede hacerlo por esas confusas tácticas del mal menor. ¡Como si el mal pudiera ser alguna vez objeto de libre elección! En cambio, la conciencia política sabe de antemano, y desde que el método se inventó, que votar a una lista es corromperse, porque ese fraude fue fruto de la perversión partidista y es causa de la corrupción ideológica.
¿Pero quiénes somos estos arrogadores de la conciencia política? Bien simple. Los que rechazamos el sistema proporcional por la razón suficiente de que no es representativo. O sea, porque los diputados no representan, aunque quieran, a los votantes; porque los electores no eligen, aunque lo crean, a los elegidos; porque las Cámaras no son una diputación o una representación de la sociedad en el Estado, sino una mera representación pública de la clase política designada por las jefaturas de partido; y, en fin, porque la arbitraria distribución de los escaños, para potenciar a los nacionalismos periféricos, no corresponde a la del voto. Para llegar a esta clara conciencia política ni siquiera hace falta saber lo que es democracia representativa. Basta con ser políticamente decente y, claro está, un poco inteligente.