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Los “Partidos Estado”, financiados con dinero público y desconectados por ello de la sociedad, se erigen como enormes conglomerados “empresariales” unidos por el consenso, con el que secuestraron lo político en favor de su política, haciendo de los problemas singulares, conflictos colectivos que ellos denominan “políticas” (demagogia). En esta situación, es imposible la existencia de diferentes “políticas” como tales; o hay libertad política o no la hay, he aquí la clave. La sociedad y la Nación son anteriores a la política, porque lo político es previo, igual que un hijo es consecutivo a una madre. Toda la sociedad conforma lo político, la Nación, tanto en lo plural como en lo particular, por esencia.

La partidocracia secuestra lo político y entrega la potestad de la acción política (con todos los poderes no separados) en exclusiva a los partidos. Los votantes observan con estupor cómo los partidos que afirman falsamente representarles traicionan una y otra vez sus compromisos actuando según su interés oportunista. Es por ello que el Estado de partidos es un régimen de frustración, ya que no cumple una función de enlace entre lo político (la sociedad)  y la política (lo que demanda). Para solventar este cortocircuito entre la Nación y el Estado, el régimen de partidos emplea la técnica “goebbeliana” de la mentira, herramienta fundamental en todo sistema de poder partidocrático tras la derrota del nazismo.

¿Cómo se puede mantener vivo durante tanto tiempo un régimen enrocado en la mentira? Mediante la demagogia, la sobrecarga de información simplificada y, sobretodo, generalizando la ignorancia. La partidocracia trata de hacer cómplice de sus fechorías a la sociedad civil, intenta corromperla para inmunizarse ante una posible situación de  rebeldía, provocando con ello el paso de un “estado de frustración” a un “estado de amargura” colectiva. La amargura lleva a la indignación, emoción inútil, cuando los súbditos, sabedores de su desamparo, padecen la impotencia que ocasiona su ignorancia, su esclava dependencia del Estado, ajeno a su control, droga que los ha hecho adictos a la mentira de lo que nunca fue posible ni creíble, el Estado de bienestar prometido por el “consenso”. Por ello no es de extrañar que la partidocracia sea el régimen de la manifestación callejera, del pataleo infantil, el régimen de las encuestas, de la infinita tormenta de ideas que no llevan a ninguna parte, un callejón sin salida en el que la gente da vueltas mientras los partidos observan desde la atalaya de lo público, el viejo balcón de los dictadores.

Atrincherados en su fortaleza, los partidos tratan de perpetuar su poder relativizando la verdad, la vida, la libertad, el bien, ocultando lo puro, lo positivo, aquellos principios entre los que se halla la libertad política. Todo parece gris, porque el blanco y el negro no se permiten por separado, la verdad llega a estar perseguida, porque despierta lo político, porque la verdad es el fuego que amenaza a los partidos y a su imperio de poder falaz y totalitario, generador de una frustración, una amargura  y una indignación que sólo les explota en el momento que se acaba el pan y el circo. Es entonces cuando la gente descubre que se ha cumplido la parábola que dice: “quitadle pues el talento y dádselo al que tiene diez.  Porque a todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, aún lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas exteriores. Allí habrá llanto y crujir de dientes”. Si renuncias a la libertad política a cambio de que el Estado te “mantenga”, la política (la partidocracia) te quitará hasta lo poco que tengas. Para evitar esta terrible situación, se inventó la democracia; inédita en España.

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