Claro

Oscuro

Empezamos el nuevo milenio sin conocer el sentido que ha tenido el transcurso de los miles de años anteriores. El sólo hecho de contar los años occidentales desde Cristo nos hace creer que el sentido de la historia nace con él. Pero hoy sabemos ya lo que ignoraban los viejos teólogos del devenir y los llamados, desde Voltaire, filósofos de la historia: que la vida humana se remonta a millones de años; que su origen y desarrollo se rige por las mismas leyes naturales que regulan la vida de todas las especies animales; que las plantas, las piedras y las estrellas también tienen historia. Preguntarse, pues, por el sentido de la historia no puede tener un alcance distinto del que tendría interrogar a la materia por el sentido de su energía universal. La implacable constatación de que los hechos de existencia no alcanzan otro significado que el de su propia existencia, no quita un ápice de interés a la cuestión del sentido de los hechos de experiencia. Sobre todo a la incógnita que supone no la, en parte, misteriosa creación por la materia de inteligencias y sentimientos capaces de comprenderla para transformarla en su provecho, pero sí el porvenir de la dudosa capacidad de la vida humana para mejorar, mientras subsista, las condiciones morales de su existencia.

Hay pues una historia natural de la materia, que se reduce a la de su conocimiento racional por el hombre, o sea, a la historia de la ciencia; y una historia espiritual de la materia humana, hasta ahora más intuitiva que científica, interesada en conocer los acontecimientos y sentimientos, reales o supuestos, de las sociedades que han forjado las costumbres y valores de naciones y civilizaciones en el pasado, según la visión política dominante en la cultura del presente que los interpreta. El sentido de la historia sólo puede estar en el de la ciencia y de la cultura. No busquemos en el pasado contestación a las incertidumbres del porvenir. Lo que nos responda será hechura de la cultura presente que lo interroga. La ciencia tiene un sentido progresista. La cultura no. Aquella tiene un método de trabajo acumulativo. Esta no tiene otro modo de expandirse que a través de la destrucción o asimilación de una forma de vida colectiva por otra, sin dar la menor importancia a la disipación de las virtudes adquiridas en la forma de vida que desaparece con ellas.

La noción de progreso, pues de eso se trata cuando preguntamos por el sentido de la historia, está inscrita con letra indeleble en los sólidos cimientos del inmueble que la ciencia levanta por acumulación de conocimientos, donde cada investigador trabaja subido al andamio levantado por sus gigantescos antecesores. No podemos pensar lo mismo de un supuesto progreso moral si miramos las épocas que siguieron a la luminosa ciudad griega, la honesta república romana, la musical corte de Ferrara, el humanismo de Florencia, la rica república holandesa, la Ilustración francesa y escocesa, las seis primeras presidencias de EE UU, Weimar, los ideales liberales y sociales del XIX y el pacifismo con el que se inauguró el XX. ¿Acaso hay aún persona tan irresponsable que una el progreso moral al de la alta cultura? ¿No era la Alemania prehitleriana el pueblo más culto del mundo? Y la Unión Soviética de Stalin, ¿no representaba el hermoso ideal igualitario de la humanista cultura marxista? Frente al sentido de la historia moral de la humanidad estamos, pues, como ante el misterio de cada vida personal. No porque la vida colectiva de las naciones y las civilizaciones siga un curso comparable al de la biología, como han creído los más populares filósofos de la historia, sino porque la experiencia moral de una generación no se transmite a la siguiente. Y cada una, si quiere llegar al grado más alto de sabiduría de la vida, parece obligada a bajar a los infiernos, para poder salvarse «in extremis» como el joven Eneas o el viejo Fausto.

LA RAZÓN. LUNES 3 DE ENERO DE 2000


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