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Se equivocan aquellos que piensan que tales políticas existen, al menos como medidas gubernamentales de intervención activa en el orden económico. El crecimiento no es una política ni puede serlo, sin embargo, afirmar tal es tanto como decir que los gobiernos no sirven para nada en economía sino para pifiarla, y que las denominadas autoridades económicas mejor harían si se fueran a su casa y dejaran al homo œconomicus hacer lo que le corresponde. Ya nos adentremos en políticas fiscales o monetarias, basadas siempre en la demanda –véase en el gasto–, el resultado siempre suele ser el mismo: intervención del mercado, falseamiento de la realidad y colectivización de las pérdidas. Esta es cuestión que pese a los batacazos que llevamos sufriendo, seguirá formando parte del debate político hasta que consigan la debacle total, pues, mal que nos pese, las crisis cada vez son y serán más profundas, más prolongadas y más devastadoras, y no es cosa de la fantasmagórica globalización ni fruto de conspiración alguna, del tipo del oportunamente inventado «sistema financiero en la sombra» –tan traído y llevado por autoridades reguladoras–.

Los gobiernos, en ese afán tan suyo, entre soberbio y arrogante –«fatal», que dijera Hayek–, nos deleitan con sus reformas de reformas sobre reformas previas, sueños imposibles de pleno empleo y crecimiento sostenible, sostenido o sustentable –según sea de atrevida la palabrería del sujeto que gobierna y profunda la ignorancia del sujeto gobernado–, como si fueran capaces de alcanzar tales logros y tales quimeras fueran posibles de su mano milagrosa. Y pese a que es de suponer que son harto conocedores de su incapacidad absoluta para ello –salvo que hayan aprendido economía en dos tardes como el genio de las nubes y el viento– insisten en su discurso imposible, demagógico y populista, que haya de facilitar ya una victoria electoral ya su permanencia en el asiento de la política unos cuantos años más. La función o la contratación pública, las subvenciones y los subsidios, son su gran panacea, pues al margen de más administraciones, organismos y empresas públicas, los gobiernos son incapaces de crear nada en el orden económico, y eso siempre exige que la caja esté llena; es decir, que los que sí trabajan trabajen, produzcan, inviertan su dinero, corran riesgos y paguen impuestos. Los gobiernos no producen nada, sólo gastan, y ese gasto se sufraga con impuestos. Esta realidad implacable se puede revestir del modo que se quiera pero no tiene vuelta de hoja. Así por mucho que se quiera vender la idea de la inversión y el consumo públicos como motores de una economía, el resultado será siempre el mismo: déficit y deuda que habremos de pagar todos a golpe de impuestos. En consecuencia, cualquier medida denominada «expansiva» basada en gasto público, tornará necesariamente en «restrictiva». Gasto e impuestos, son dos caras de la misma moneda.

Los estímulos monetarios para fomentar el gasto privado no son muy distintos, por mucho que se bajen los tipos de interés llega un momento en que dichas medidas no sólo no dejan de tener un efecto expansivo sino que se produce el efecto contrario, además de la temida inflación –preferida al paro, según dicen algunos; como si la una no llevara a lo otro–. Es el famoso debate entre Von Mises y Keynes entre el largo y el corto plazo, y cuyas consecuencias, de  nuevo, hemos visto de manera clara en la última crisis. Hoy, tras la larga borrachera de crédito barato, estamos cerca de esa realidad apuntada por el profesor Huerta de Soto: «dándole al borracho, que ya siente con toda su virulencia la resaca, más alcohol», «pudiendo incluso llegar a hacer que la recesión se prolongue indefinidamente, como le ha sucedido a la economía japonesa en los últimos años que, tras probar todas las intervenciones posibles, ha dejado de responder a estímulo alguno de expansión crediticia monetarista o de tipo keynesiano».

En pocas palabras, cabría preguntarse si los gobiernos pueden hacer alguna cosa para que una economía salga de la crisis, crezca y cree empleo, o acaso si es cabal pensar que quienes nos llevan a la crisis con sus actuaciones, son quienes han de sacarnos de ella. Sin duda parece absurdo que el problema pueda terminar siendo la solución o que la enfermedad pueda ser la receta.

Se dice que un notable empresario español le espetó a un solícito Presidente del Gobierno que le ofrecía su ayuda: «lo mejor es que no haga nada», y casi no le faltaba razón al tal buen señor, ante los antecedentes del sujeto presidencial aludido, mas quizás pudiera ser ésta una respuesta harto válida para cualesquiera políticos, ya sean del pelaje que sea.

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