Claro
Oscuro
Durante la dictadura, muchas personas pensaban, con ingenua buena fe y pícara mala conciencia, que el Régimen del general Franco sería ideal si respetara sus propias leyes. Esa gente, tan poco necesitada de libertad, como sobrada de gozo por ver reflejado en el orden público el orden doméstico de su autoridad familiar o empresarial, no podía comprender que su ideal era una simple quimera. Esa mentalidad «honrada», pero tonta, tan común entre altos mandos militares, banqueros y grandes industriales, estaba convencida de que si las leyes de Franco se cumplieran, si la arbitrariedad se suprimiese, su Régimen autoritario podría ser eterno como los Principios del Movimiento que lo justificaban. Sólo los hombres de gobierno saben que si sus leyes demagógicas se cumplen, cae el Régimen al que sostienen. Aquella mentalidad legalista, de la que empezó a llamarse «derecha civilizada», ha sido asumida ahora al pie de la letra por la ingenua «izquierda civilizada». Izquierda «honrada», pero tonta, que aceptaría sin reservas esta Monarquía del Estado de partidos si realizara su propia Constitución. Algo tan imposible de llevar a cabo, o de empeño tan suicida, como la descabellada idea de realizar la más fantasiosa de las utopías.
Cuando son dictadas desde arriba, las leyes tienen siempre un supremo valor ideológico o propagandístico que obliga a olvidar su contenido normativo si éste entra en conflicto con él. El sistema de la transición fue montado desde el Gobierno, a fin de que los hombres de la dictadura, habilitados para la libertad, pudieran seguir aupados sobre los hombros de una sociedad sin capacidad de recordar a sus verdugos. Pero la reencarnación de las almas franquistas en sus nuevos cuerpos democráticos exigía un pacto de regeneración con las victimas de la represión. Como si acudieran a las riberas del río Leteo para beber las aguas del olvido, todos confluyeron con apremiante sed de mando a la fuente de la Moncloa para ser actores de una nueva existencia social sin conflicto y de una civilización cultural sin pasiones. La era del consenso. La que resulta de la ley del olvido, del secreto pacto de silencio de un pasado ignominioso. La derecha y la izquierda civilizada se encontraron y se reconocieron, al fin, en una entente cordial. Esa tranquila armonía de asociados, en el reparto, que impide a las nobles pasiones, de verdad y de justicia, volver a pasar por el corazón y ser avivadas con el recuerdo. Hoy, por mí, olvidarás mi pasado criminal; mañana por tí, olvidaré el tuyo.
La ley del olvido del pasado, cuando es constituyente de una nueva legalidad política, extiende su efecto inmunológico a las conductas criminales del presente. La impunidad del delito de los gobernantes futuros se garantiza más con el olvido de la ley que con medidas de gracia. Lo cual me inclina a pensar en la validez de esta máxima: la ley del silencio sobre el pasado, en la que se basa la legitimidad histórica de todas las formas de legalidad no derivadas de la libertad, obliga al silencio de las leyes ante el crimen de la Autoridad. Los Magistrados Supremos que deberían aplicarlas no lo hacen sin necesidad de que el poder se lo pida o se lo exija, cuando entran en colisión con lo protegido por la constitución no escrita: el interés (de clase) constituyente de la clase política. La ley del olvido obliga al olvido de la ley.
La singularidad del dictador enmascara, pero no oculta, el hecho decisivo de que sus leyes han de ser aplicadas arbitrariamente en defensa del interés de la clase gobernante que lo sostiene. El dictador delinque dictando leyes inhumanas. Por cruel que sea, puede considerarse a sí mismo como un idealista llamado por la Providencia o el Destino para salvar a la Patria de sus enemigos interiores. Personalmente, no tiene necesidad de ley del olvido. Pero la fomenta para que sus servidores, violando incluso estas leyes inhumanas, para torturar y matar por su cuenta, se liberen de los temores que, en el común, acompañan al crimen. En cambio, el Estado de partidos necesita olvidarse de la ley, ante el crimen de la Autoridad, porque no hay Autoridad que esté basada en algo que escape a la ley del olvido que permitió su elevación. El olvido de la ley proviene, en España, de esa ley del olvido.
LA RAZÓN. LUNES 8 DE FEBRERO DE 1999
Blog de Antonio García-Trevijano