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Pocas personas llegan a poner tanta atención en la política como un pensador de la república. El filósofo del poder es el único congénere del que se puede decir hoy que vive «para» la política, entendida no como poder para sí o los suyos, sino como liberación de! poder, como libertad para los demás. Sólo los que viven «de» ella -políticos de partido, profesores de ciencias morales y periodistas de la vicisitud política-le dedican el mismo tiempo. Aunque con muy distinta tensión y calidad de pensamiento.

Todos los profesionales de la política obedecen a una vocación asalariada, que necesita para desarrollarse la ocupación de un cargo. El escritor, libre de cargos, percibe la maldad de las instituciones, porque quiere que se reformen en sentido contrario a los poderosos, pero no pierde el tiempo en el análisis de las conductas malévolas -previsibles por ser meros efectos de causas institucionales- de quienes se sirven de sus cargos para abusar del poder. Cuando se acaban los ideales políticos, ya no se piensa según el modo personal de contribuir al producto social, que era la creencia marxista, sino según el cargo que se ocupa. El político profesional piensa, por instinto de dominación, con el cargo que ostenta o que pretende. El profesor piensa, por reflexión abstracta, con las ideas pasadas que legitiman su cargo educativo; el periodista piensa, por intuiciones concretas, con las apariencias o rumores que su cargo informativo le ofrece.

De estas formas profesionales de pensar, la menos cargante y más cercana a la realidad es la del periodista. Si es sincero, no se equivoca en lo que ve. Pero explica todo, lo superficial y lo profundo (que confunde con los resultados electorales, como si el pobre pueblo fuera libre de elegir a sus diputados), por meras causas personales. El pensamiento más cargante, el del profesor, cuando no aprende fuera de la cátedra que son los hechos los que producen ideas, sigue en la creencia platónica de que las ideas proceden de las ideas y generan ideas. Y explica la Constitución por el sentido histórico, casi siempre ignorado, de sus palabras. No por el formalismo que asegura la impunidad de los gobernantes y la falta de libertad política de los gobernados. La mentalidad universitaria produce así ciudadanos ciegos ante la política y sucesivas generaciones de profesores platónicos. El idealismo de las formas, que además no se pueden cumplir, suplanta a los ideales. Síntesis exacta del tonto moral.

La forma de pensar del político profesional, si tiene alguna, consiste en el hábito de no pensar en las consecuencias para el pueblo de lo que realmente hace, sino en calcular las ventajas electorales de lo que parece que está haciendo. Las imágenes creadas por los equipos de propaganda constituyen su realidad. Su pensamiento, que era instintivo ante la conquista del poder, se torna reflexivo tan pronto como entra en el mundo ficticio de las imágenes de partido. La mentira de la imagen del poder sale del orden cosmético, que tenía en la oposición, para alcanzar la dimensión de una forma de gobierno. Síntesis perfecta del listo inmoral. Que seria imposible de realizar sin la complicidad del oligopolio editorial que fabrica la opinión pública.

Quedan, por fin, las formas de pensar del escritor político. La científica, de Maquiavelo y Motesquieu, tiene vigencia para el conocimiento de la relación entre formas de gobierno y libertad política. Por ella sabemos que ésta no puede existir en ningún régimen de tipo oligárquico. Sea de plutócratas o de partidos, como en nuestro sistema. La ideología, de Rousseau y Marx, nos ha enseñado que ningún partido, por democrático que sea, puede representar la voluntad general, ni garantizar la libertad desde el Estado. Esos genios no agotaron, sin embargo, el pensamiento político. Gramsci abrió el camino al conocimiento de la hegemonía en la sociedad civil. La cercanía de este camino al de formación de la opinión pública nos permitirá desarrollado y aclararlo con reflexiones sobre la batalla, en los medios, por la conquista de la hegemonía. Así cazaremos el sentido objetivo del «cebrianismo» y del “pedrojotismo”, del que sus ambiciosos protagonistas no son más que inconscientes instrumentos.

LA RAZÓN. LUNES 15 DE FEBRERO DE 1999


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