Claro
Oscuro
En el amor y la guerra todo está permitido.
Como máxima popular, este dicho debió nacer de una reflexión adecuada a la situación de quienes sabían de antemano que, con las armas de la nobleza en competencia leal, sus empresas eróticas o bélicas fracasarían. Si ahondamos en el sentido del refrán, caeremos en la cuenta de que su amoralidad, frívola y licenciosa en su referencia al amor, tiene un signo moralizante en su regla implícita. El amor digno de su nombre establece, con el enamoramiento, una relación entre amantes incompatible con la astucia. El engaño o fraude en la conquista amorosa es lo que define, en cambio, las comedias de enredo. Únicas situaciones, junto con las bélicas, donde la sabiduría popular admite, como excepción a la regla contraria, que el fin justifica los medios. Todo está permitido, pues, en el amor y la guerra, pero no en la política, ni en las relaciones sociales de intercambio.
Desde que el Renacimiento separó acertadamente la política de la moral, contra la tradición aristotélica, la ética moderna suele confundir la inmoralidad de los políticos con la amoralidad de la política. Ignora que hay una moralidad política, una moral tan distinta de la ética del Estado, como de la personal de los políticos. Esta ignorancia explica el desvarío del pensamiento ante la corrupción y la creencia fatalista de que la inmoralidad es consustancial a la política. En la literatura de predicadores para moralizar la vida pública, no se encontrara un solo texto que enfoque el asunto desde la perspectiva que permite divisarlo con la claridad necesaria a su comprensión teórica y tratamiento práctico.
La inmoralidad de los políticos no será un mero problema personal como en las demás profesiones, mientras siga siendo la inevitable consecuencia de la inmoralidad institucional de las reglas que ellos se dictan para actuar o gobernar con impunidad. Decirles infantilmente que deben ser honestos es algo peor que perder penosamente el tiempo. Si se votan Partidos, no personas, la corrupción será incorregible. Diez millones de votantes siguen siendo fieles a la justificada o negada corrupción de los suyos. Un gobierno corrompido no puede ser desalojado del poder antes de las elecciones. El secreto de Estado asegura la impunidad de sus delitos. El consenso garantiza a los primeros responsables que tampoco serán perseguidos por las magistraturas del Gobierno posterior. Nadie debería ignorar que lo sufrido ayer volveremos a sufrirlo mañana, a no ser que los gobernados cambien las reglas que fomentan la corrupción de los gobernantes. Tan pervertido es el gobierno que delinque, como el que deja de investigar sus crímenes o los indulta. Incluso más éste, a juicio de Bacon. ¿Por qué algo tan obvio no es evidente para todos?
Habituados desde los estoicos a vincular la cuestión moral a las personas físicas, y a excluirla de las irónicamente llamadas personas morales, encontramos dificultades para comprender que las reglas de la política, en tanto que acción de conquista o conservación del poder, puedan ser inmorales en la dictadura y la oligarquía de partidos, y morales en la democracia. Y la clase dirigente no quiere cambiar unas reglas que, pese a la corrupción que generan en el Régimen de partidos consideran favorables a sus oligarquías financieras y editoriales, como consideraron convenientes, y apoyaron con entusiasmo, las del Régimen de la dictadura. Esta causa, de orden práctico, sólo es superable por la voluntad democrática de los gobernados. Pero la dificultad mental de entender como es posible el juicio moral en unas meras reglas de juego, será algo fácil de intuir cuando se perciba que la única especie moral a la que se debe llamar, con propiedad, moralidad política, no es la de los políticos, derivada de sus conductas personales, sino la que está inscrita en las reglas de las instituciones bajo las que actúan y sólo pueden tener esa moralidad política las que vienen de la libertad colectiva y la preservan (democracia). Esta idea debe ser explicitada. Porque todo los demás, en la ética política, se reduce a la moralidad de las conductas personales de los políticos. Y la del Estado, a una ficción de funcionarios.
LA RAZÓN. LUNES 1 DE MARZO DE 1999
Blog de Antonio García-Trevijano