Claro
Oscuro
Cada Régimen de Poder tiene los partidos que merece su propia naturaleza. Las Monarquías absolutas y las modernas dictaduras tuvieron los suyos en forma de camarillas. Pues un partido no es, al fin y al cabo, sino un grupo de personas que se unen, en torno a un jefe, para situarse en la Administración Pública y dominar desde allí a la Sociedad, en su provecho y en el de los sectores sociales cuyos intereses interpretan. Siendo imposible concretar el bien común de los gobernados, los gobiernos son necesariamente partidistas. Incluso las leyes que responden a las necesidades más comunes no tienen la misma utilidad para todos. Hay, pues, dos clases de partidismo; El de los partidos gobernantes y el de las leyes. El único freno contra los abusos del primero está en la separación de poderes, esa que impide al Ejecutivo tomar parte en la aprobación de las normas que debe ejecutar. El freno contra el abuso del segundo está en el control de la constitucionalidad de las leyes por los jueces para anular las que sean privilegios redactados en términos generales. Esos partidismos tienen curso desenfrenado en la Monarquía de Partidos, porque su Constitución no ha establecido los frenos de la democracia.
Tras la guerra mundial, se estableció en Europa, por miedo a la libertad, un tercer partidismo que ha dejado en mantillas a los nudos gobernados. Viendo el mundo al modo del despotismo ilustrado (todo para el pueblo, pero sin el pueblo), el nuevo partidismo trata a los individuos como seres incapaces de devenir sujetos activos de la política, y como menores de edad que no pueden obrar en la vida pública sin la tutela de algún partido. Los partidos del momento constituyente se apropiaron, mediante expropiación de la libertad política, de una exclusiva estatal para representar la Sociedad. Los súbditos de las dictaduras se creyeron libres, al pasar a ser súbditos de los partidos, sin la libertad que los habría hecho ciudadanos. Las listas electorales y el gobierno de la lista más votada reducen el papel de los gobernados al de elegir entre partidos-tutores. El infantilismo en la concepción del Poder extiende el imperio de su impubertad al discurso público y a la cultura de masas.
Este modo partidista de concebir la política fue condenado por la ley Chapelier durante la Revolución Francesa. La libertad de los individuos, en tanto que liberados de las corporaciones que antes le daban su «status» político, era incompatible con la participación en la «res-pública» a través de grupos organizados. El romanticismo de esa ley utópica la hizo inoperante. Pero su espíritu perduró durante la primera época parlamentaria, cuando no eran los partidos los que hacían diputados, sino éstos los que hacían partidos. En la democracia está resuelta la legitimidad de los partidos. Expulsarlos de la sociedad, con la dictadura de uno solo en el Poder, es tan contrario a la libertad política de los ciudadanos, como meter a varios en el Estado, dándoles y financiándoles un oligopolio para la representación en exclusiva de la sociedad.
La idea de situar a los partidos en el Estado es de origen totalitario y genera un dominio incontrolado de ellos sobre la sociedad. El Estado no puede dar naturaleza constitucional a los partidos, que son asociaciones políticas de la sociedad, sin convertirlos en entes estatales de derecho público. Sabemos, con Gramsci, que el lugar donde se crea la división ciudadana, por razón de la libertad de asociarse y de producir ideologías, no es la sociedad política, sino la civil. La libre conquista de la hegemonía y la libertad política de asociarse, son letra muerta cuando los partidos constituyentes, consagrados y pagados por el Estado, se perpetúan en la representación de la sociedad civil. Para ello, el partidismo de Estado tiene que trocar libertad por corrupción, ideas por negocio, lealtad por poder, realidad por ficciones y nación por regiones.
LA RAZÓN. LUNES 19 DE JULIO DE 1999
Blog de Antonio García-Trevijano