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“La clase política se ha convertido en una de las mayores preocupaciones de los españoles”. Esta frase incluye varias verdades. La clase; efectivamente, hay una clase política, una oligarquía de poder, un grupo de personas enrocadas en el Estado tras el armazón de los partidos subvencionados. Son clase porque están por encima de los demás, porque no tienen que dar explicaciones más que a los suyos, porque se protegen, porque gozan de impunidad delictiva y utilizan la traición como arma fratricida. Son clase porque viven de lo público y para lo público, desconectados de la sociedad a la que dicen representar, y sin embargo dominan.

La otra verdad es la de la preocupación de los españoles, siempre temerosos, pero inactivos, incapaces de plantar cara, sumisos, cobardes, pueblo acostumbrado a vivir en la mentira, adoctrinado. El Rey no sucedió, sino que fue nombrado por Franco. El Rey no instauró una democracia, sino un régimen de partidos. El Rey no sancionó una Constitución, sino una Ley Fundamental del Reino. Todo esto se fraguó mediante el consenso, y la esencia del consenso es el reparto, la voz unísona por y para el control absoluto del Estado por parte de unos pocos privilegiados ocultos tras siglas fraudulentas.

La conversión referida en el primer párrafo supone un cambio en la visión colectiva, aunque insuficiente. Nos hemos convertido seres preocupados ante la evidencia de que la clase política española roba y mucho. Pero dicha evidencia no resulta novedosa, que ya se produjeron gravísimos casos de corrupción en el pasado, incluyendo el terrorismo de Estado. ¿Por qué nos inquieta hoy la corrupción más de lo que lo hacía ayer? Porque ni hay ya el menor disimulo entre los que la practican, ni hay esperanza entre los que la descubren y padecen, ya no quedan manos limpias, no hay partido inmune a los ojos de la gente, todos están de hecho corrompidos.

Ante la preocupación colectiva de la masa sometida, la clase estatal subvencionada, compuesta por la Casa Real, los partidos políticos hegemónicos y homogéneos, los sindicatos, la patronal y demás grupos adheridos al régimen, previo cobro de una suma del erario público, proponen como solución a su propia corrupción la firma de un pacto que sirva para disminuirla. A este pacto lo podríamos llamar consenso de límite de traición, porque su única acción consistiría en perseguir a quienes traicionan a los ladrones destapando nuevos casos de robo o tráfico de influencias dentro del Estado. ¿Cómo va el ladrón a protegernos del ladrón? ¿Acaso nos hemos vuelto locos? Es el consenso de la Transición, pecado original, y la falta de libertad política, la razón principal del Estado absoluto de corrupción. ¿Qué hará la banda de los chulos del Estado para acallar a la mencionada masa sometida? Obligar a uno de los suyos a cargar con el mochuelo, que ya tendrán tiempo de indultarlo.

Y es que debemos comprender de una vez por todas que el poder es el único fin de la política, y todo aquel que lo ocupa trata siempre de perpetuarse en él si nada o nadie se lo impide. Frente a “nadie” podría surgir “alguien”, un salvador de la Patria, pero la historia nos ha enseñado que los liberadores acaban resultando liberticidas, porque para liberar han de asumir previamente todo el poder. La solución habría de encaminarse a afrontar el “nada” con “algo”, y ese algo sería una Constitución que constituyese, que separase los poderes de raíz, que garantizase la representatividad a través de la mónada, que fijase la independencia judicial. Sólo así se le pondría cerco a la corrupción y se acabaría con la impunidad del que la practica.

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