Claro

Oscuro

Los pueblos no sometidos por las armas a dominación extranjera, por muy pocas libertades que tengan a su alcance, siempre están contentos de su suerte. Sobre todo si la han conocido peor. Sus desgracias nunca dejan de ser parciales. Y no hay situación que retire por completo de la vida social las ocasiones para el amor, el trabajo, la vocación o la distracción. Los sordos quejidos de la injusticia resuenan, en la montaña del poder y en el valle de la acomodación, como berreas de debilidad o de resentimiento. Al menos, la dictadura dejaba en herencia una histórica oportunidad de libertad en la acción, de igualdad en el respeto. La condición mortal del dictador, este irónico vasallaje que la fuerza bruta yacente brinda a la humanidad, daba esperanzas a la democracia. La ocasión se esfumó cuando el dictado de uno pudo ser suplantado por el consenso de algunos. La tolerancia entre ellos, el último recurso al que acude el ánimo faccioso para sobrevivir, devino virtud política de todos. iUna conquista del siglo XVII izada como bandera de progreso del XXI!

La tolerancia implica desigualdad entre la magnanimidad del poder tolerante y la gratitud de la licencia tolerada. La transigencia con el error -sometido- reniega del fanatismo para no abrazar la libertad. La condescendencia perdonavidas desplaza al respeto y no puede ser virtud de la democracia sin que el sarcasmo delate el fraude. Sarcasmo de los hechos. Que desmienten a las palabras en este espectáculo de lo ridículo que erosiona todo sin destruir nada. Fraude del sistema político. Que, para no inmolarse en la corrupción, envilece los valores culturales de la sociedad que lo nutre. Y la conservación del poder, obsesión de todo régimen nacido de la usurpación, predispone a transigir con todo. Con el terrorismo separatista, la diezmación del idioma. Menos con la libertad política. La tolerancia no tolera que se intente poner fin a la usurpación del Estado. En su jefatura, en su gobierno, en su administración. Dígase lo que se diga, sólo la ilegitimidad podía querer y hacer que a la mentira y a la coacción sucediera el simulacro de la verdad y de la libertad. Y a la opinión impuesta sin audiencia ni discusión, al digno derecho de callar, sucediese la vil obligación de hablar de una opinión supuesta, con verbo irrisoriamente disparatado o vacío, como epílogo de la secreta negociación y prefacio de la pública ratificación.

Nada tiene, pues, de extraño que los españoles estén orgullosos del talante civilizado que les ha dado el paso de la Dictadura de un sólo partido a la Monarquía de varios; de haber encontrado en el consenso la panacea del problema político y del conflicto social; del signo de moderación corruptora que la tolerancia de las opiniones comunica al espíritu de partido; de creerse libres porque, en lugar de estar forzados a pensar, hablar y votar la voluntad de un solo hombre, sólo están ya obligados a hacerlo conforme a la de tres o cuatro; de verse al fin instalados en la modernidad porque han sustituido la antigua pasión nacional con nuevas idolatrías regionales y la fatuidad de los grandes empeños colectivos con el bello ridículo de lo pequeño; de considerarse los mejores demócratas del mundo porque aquí las famas se otorgan y distribuyen por igual entre poderosos protagonistas del dinero o vividores de las peripecias impúdicas del corazón; y de haber llegado, por fin, a ser europeos porque participan en hermosas guerras humanitarias, subvencionan la agricultura y cambian la peseta por una moneda eurofeudal.

Las encuestas, ese estéril eco de lo que la demagogia del poder usurpador propaga, lo dicen. Los españoles serán siempre felices y conformes, en toda situación y circunstancia, si no topan con acciones enérgicas capaces de hacerlos libres. Los pueblos largo tiempo despreciados por un amo no sienten que la tolerancia sea la forma dulce de hacerse despreciar por varios.

LA RAZÓN. 22 DE NOVIEMBRE DE 1999


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