Claro

Oscuro

Tal vez no se deba confundir con la ligereza de sentimientos que produce veleidad en el carácter. Incluso se puede dudar, dado que ningún filósofo la ha tratado así, de que la frivolidad sea una de las pasiones del alma. Pero si nos atenemos a la dimensión que alcanza la ligereza de espíritu en toda la acción postmoderna (guerras humanitarias, pensamiento débil, arte «light»), parece difícil no ver en la frivolidad una de las grandes pasiones que la civilización hace prevalecer cuando se esfuma el compromiso vital con otras ambiciones superiores. La frivolidad comenzó a mostrar su nuevo poder, al término de la guerra europea, en el vestido femenino, las música de baile y las artes plásticas. Se tomó como una moda. Pero la ruptura del muro de Berlín, dejando escapar la oceánica ola de frivolidad que nos anega, cambió esa perspectiva. Las fluctuaciones entre sentimientos contrarios, el vago «flottement de l’ame», puso el escepticismo ideológico de la posguerra fría al servicio de la irresponsabilidad, para que la ligereza tomara nuevo cuerpo social, incluso en la guerra, con frivolidad intelectual y política.

No reflexiono, aquí, sobre los actos frívolos que toda seriedad no cesa inevitablemente de realizar. Sólo trato de dar un paso de aproximación al conocimiento de la frivolidad como pasión de clase dominada. En su origen, la ligereza de espíritu sólo era una sedosa cortina que velaba, en los altos círculos sociales, la animalidad de las grandes pasiones de poder, codicia y placer. Aquella frivolidad aristocrática comunicó algo de su carácter a la vulgar, pero sin el talento exigido por la elegancia de clase: gustos insólitos, modales refinados, impertinencia inteligente, educada falta de tacto, divertido horror de la seriedad. Por ese «savoir-faire», la frivolidad avanzaba de puntillas sobre cosas, personas, asuntos e ideas, como una yegua en paso de «piaff», sin ganar un sólo palmo de terreno. Pero al tomar el gagaísmo de sus ancestros por distinguida curiosidad del espíritu insatisfecho, la actual frivolidad se interesa por todo aquello de que se habla y, sin escuchar, gira de prisa la cabeza, con una expresión casi imperceptible de vacío, para pasar a otro asunto y continuar así su carrera de interrogación sobre lo que no tiene el menor deseo de conocer. Hablar de lo que se ignora en nombre de lo que se desconoce, hábito de la conversación en la pequeña sociedad, ha pasado a ser el arte literario del gran columnismo.

El columnista tiene sentido del humor, pero no de comicidad ni del ridículo, porque no es convulsivo ni grotesco. Su sonrisa es civilizada y su risa bárbara, porque ha experimentado el inicio de todas las pasiones, sin haber ultimado, inspirado o dominado ninguna. Todo le puede gustar y, tal vez, emocionar con levedad, porque ningún sentimiento trascendente le embarga. Desea tantas cosas a la vez, y con tan poca intensidad, que pierde las ganas de envidiar alguna. No se entrega, sin enemistad, al sarcasmo, la maledicencia, la irrisión o la amargura. Pero le encanta la broma liviana y conoce la depresión. Su rica expresión parece más un escape ante lo serio que admira, sin conocerlo, que una huida del aburrimiento social que en la superficie le espanta y en el fondo le atrae. Frivolidad, pues, de clase dominada.

La frivolidad en la clase política no la define la ligereza de casi todos sus actos de gobierno, donde aparece confundida con la irresponsabilidad, sino el gesto de fracaso que los acompaña paradójicamente en el éxito. Forzadas sonrisas de vendedor de humo. Salidas de tono con frases, sin chispa de cultura o humor, pegadas a trajes de ejecutivo ejecutado. La imagen personal que el sistema de partidos une a los representantes del poder, hace de la mujer hacendosa de lo público una empleada bancaria y del varón rumoroso de lo privado, un gacetillero de prensa amarilla. Frivolidad de clase dominada por las agencias de dinero y fama.

LA RAZÓN. LUNES 20 DE DICIEMBRE DE 1999


Blog de Antonio García-Trevijano

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