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La corrupción que no cesa, la desvergonzada tendenciosidad periodística, los prejuicios de las banderías políticas, las anteojeras de nuestra propia ideología, que lejos de servir para explicar el mundo se constituyen como policías e inquisidores de nuestro propio pensamiento, la audacia de la ignorancia y de la falta de información, la frivolidad que inunda España desde hace treinta años, el oportunismo propio de los lacayos, la servidumbre voluntaria, la mala educación, la falta de valor cívico, la falta de respeto a la dignidad sagrada de todas la personas, la vuelta a la banalidad del mal, el odio, el fanatismo, la incomprensión, la mezquindad, la envidia, la desaparición de toda filantropía, la pérdida del auténtico espíritu cristiano, el fariseísmo rampante, a set of infamous scribblers, todo eso y algunos espíritus malignos más, hacen que los españoles no sepamos distinguir ya a un hombre honrado a carta cabal, íntegro y de virtud heroica, con un villano corrupto y peligroso.

Mal futuro tiene la Democracia cuando el hombre honrado, malhumorado por la corrupción masiva y esplenético por enanos prejuicios ideológicos, es capaz de ver a otro hombre honrado como villano por no seguir la corriente ideológica que él profesa. Esa es la mayor corrupción. Cuando los hombres honrados de izquierdas y derechas, honrados a carta cabal, se ven mutuamente como villanos, hebetadas sus mentes por la demencia ideológica y el pesimismo antropológico, la Democracia ha dejado ya de tener cualquier sentido. Todos hemos conocido a hombres buenos y honrados en todo el espectro ideológico, salvo aquellos que se sitúan en los extremos y sólo expresan odio, soberbia, locura y violencia contra otros hombres. Hombres buenos y honrados a los que confiaríamos la vida. Pero cuando la honradez y bondad del otro la obliteramos e incluso deshacemos con difamaciones y calumnias porque pese más en nosotros el interés ideológico y el ansia de poder, eso que Platón llamó en Las Leyes, “la enfermedad de los reyes”, que saber reconocer la categoría moral del otro, es entonces cuando estamos verdaderamente corrompidos, con una corrupción mucho mayor que la de Bárcenas o Filesa, que no dejan de ser mezquinas adoraciones al vil metal, viejo Baal que tienta a todos los hombres, como el Baal del sexo o el de la presunción, porque es la corrupción del alma, aquella que impide mirarse cordialmente y mutuamente a los ojos a dos ciudadanos honrados con distintos pensamientos políticos.

El gran orador Esquines, enemigo de Demóstenes, sostenía que las enemistades en la Democracia son buenas porque coadyuvan al comportamiento virtuoso de los ciudadanos, convirtiéndonos todos en sicofantes de todos. Pero eso no es verdad, porque confunde la amistad con la incondicionalidad del amigo haga lo que haga el amigo, sea bueno o malo su obrar. Porque la amistad es una isla ética, no una asociación mafiosa o conjunción de malhechores. El buen amigo amonesta y corrige al amigo, precisamente porque lo quiere. Por otro lado, lo que dice exactamente Esquines es lo siguiente: “Las enemistades privadas corrigen, por lo general, muchos de los abusos públicos” ( Discurso contra Timarco, 1, 8 ). Pero aquí es lo contrario y es mucho más inhumano – no siendo buena la sentencia esquinea -: “La simple diferencia ideológica destruye las amistades y hace imposible el reconocimiento de la honradez en el otro cuando es de otro partido”.

Bernard Shaw afirmaba que el mundo no progresará moralmente nunca hasta que los seres humanos podamos vivir trescientos años. Puesto que nadie con la perspectiva vital que dan trescientos años podría enemistarse con nadie por razones sectarias, bien fueran de índole política, religiosa o filosófica. ¿A un ser humano de trescientos años no le resultaría evidente que la mente del hombre con frecuencia se llena de exageraciones frenéticas, crudas simplificaciones, panaceas provincianas, programas políticos que funcionan socialmente como elixires, remedios de curandero y una pura y delirante monomanía, desde que ha roto con la civilización central y la filosofía de los clásicos que las abadías nos habían transmitido? ¿No se daría cuenta de lo interesante que es el hecho de que durante todo ese tiempo se pudo encontrar en los libros abiertos de Santo Tomás de Aquino, Bellarmino o Suárez una descripción muy razonable de la autoridad de los príncipes, las peticiones de los pueblos, las posibilidades de la democracia, el uso y abuso de la propiedad y la verdadera función de la libertad? ¿Qué hombre tres veces centenario iba a perder la amistad de un hombre honrado por los intereses siempre espurios y fariseos  de la corta vida de una secta o de un partido político? El hombre tres veces centenario trabajaría por la paz de los hombres honrados y paladearía su amistad como el más bello y alambicado producto de la naturaleza humana, que ya así calificase Aristóteles. Los beneficios efímeros del mal no compensarán jamás su monstruosidad. Calumniar y difamar a un líder político honrado para arañar unos cuentos votos para el redil de los amigos supone una inversión de maldad que nunca podremos amortizar, y que nos podría comprometer la vida eterna.

Los reyes godos se mataban unos a otros, sucesivamente, como forma política de sucesión real ( “morbus gothorum”, decía nuestro San Isidoro de Sevilla ), forma que no está nada mal como inspiradora de grandes obras literarias, como aquélla de Macbeth, y hasta tiene un regusto estético nada desdeñable como supremo símbolo de la naturaleza siniestra del poder, al fin y al cabo, concedido siempre por el demonio, según nos dijo el Divino Maestro. La Democracia quitó la necesidad de matar físicamente a Duncan y a Macbeth en su forma civilizada de ocupar el poder, pero también debe eliminar el método de matar moral y espiritualmente al adversario con calumnias para la toma del poder.

En todo caso, los españoles hemos aprendido muy dolorosamente, traumatizada el alma para muchas generaciones, que las guerras civiles nunca nos han arreglado las crisis nacionales, que, con el tiempo, todo  lo que se cerró en falso sólo con el terror estatal y la calumnia pública, nos vuelve a aparecer como fantasmas cada vez más poderosos en el camino de la Historia. Sólo la solidaridad social y territorial, la concordia y el elogio a una amistad pública que atraviese todos los partidos e ideologías podrán sacarnos de ésta. Ahora bien, jamás podremos confundir la amistad de los hombres honrados con el “consensus omnium bonorum”, de Cicerón, que no es otra cosa que la eliminación de todo pensamiento personal o individual de carácter político. El consenso político cercena toda discrepancia y hace imposible todo pensamiento libre. La amistad política permite el diálogo honrado y educado entre ideologías discrepantes.

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