Claro

Oscuro

Bella polémica Albiac-Anson. Pero no son las razones, sino las pasiones, las que crean las formas reales de Gobierno. La teoría pasional del Estado demuestra que una República con separación de poderes convoca pasiones menos arcaicas y más nobles que las de la Monarquía Parlamentaria. Aunque todas las pasiones, incluso las más espirituales, tienen su impulso motor en el organismo humano y, en este sentido, todas son pasiones animales, unas son más primitivas que otras. Eso no depende de la elementalidad de cada patrón emocional, como creía Descartes, sino de la vecindad del sentimiento al instinto fijado por la evolución en el cuerpo pensante. Las pasiones relativas al poder, dado el origen tribal de la humanidad, son de las más primitivas. Hasta el punto de que la autodeterminación de los pueblos sobre su forma de gobierno aún depende del factor neuro-hormonal socialmente dominante en el momento constituyente de cada tipo de Régimen de poder. A esta Monarquía no la explica la pasión de la libertad, ni la necesidad del mercado europeo, pero sí los impulsos glandulares que dieron seguridad a los medrosos y oportunistas faunos de la incivilizada oligarquía española.

Si pensamos en la simplicidad de los sentimientos colectivos que hicieron tan fácil en España el tránsito social y cultural desde la dictadura de un partido a la oligarquía de varios, el fenómeno de la transición política no debería causar extrañeza. Como era de esperar en un país modelado durante tanto tiempo por pasiones de adulación al poderoso y de apego a lo inmediato, todo sucedió conforme a las leyes de la animalidad territorial y gregaria. Un fuerte instinto primitivo, el de conservación del propio cuerpo, cedió el paso sin dificultad a otros instintos primitivos, los de invasión sobre los cuerpos ajenos y sobre las cosas reales o imaginadas del mundo, tan pronto como las ambiciones sociales de clase superaron al miedo en tanto que factor común de cohesión política. Lo extraño habría sido que aquellas pasiones animales por el cuerpo propio (las de alojarse, dormir, comer, vestirse, acicalarse), desarrolladas con ahínco bajo la dictadura, hubieran propiciado al final de la misma, y sin mediar la acción de alguna voluntad liberadora, las nobles pasiones del alma que la libertad hace despertar sobre mentes afines y cosas admirables. O sea, las evolucionadas pasiones de querer, saber, hacer y obrar, propias de la cultura culta y la civilización civilizada.

Aparte del estallido social de todos los modos de expresión del erotismo, que es la más simple de las emociones de la libertad sobre los cuerpos ajenos, las pasiones políticas que dieron tono popular a la transición no se basaron en la admiración de las masas gobernadas al cínico reparto del poder entre sucesores del dictador y oligarcas de partido, ni en la seducción de las conductas y argumentos de unos medios de comunicación que habían sido hasta entonces pilares de la dictadura. La popularidad le vino a la Monarquía de sus novedades en el reparto oligárquico: generosa inclusión del partido comunista y mágica creación de 16 autonomías presupuestarias. El designio histórico de nuestra transición -habilitar una clase política entre la que repartir el poder territorial del Estado- se concibió como un colonizaje interior a la vista del botín autonómico. ¡Puestos y presupuestos para los segundones! Los años de servidumbre habían acabado con la dignidad de la oposición. La ambición de partido se concretó en la colocación de las familias políticas en el Estado de las Autonomías, como antes hizo la Nobleza en el de los Virreinatos. Se abandonan los ideales. Se abrazan los cargos. Y las primitivas pasiones de envidia impiden que, pese al tibio impulso de unas libertades otorgadas, entren en juego las pasiones republicanas de justicia y seducción que engendra el amor a lo verdadero.

LA RAZÓN. LUNES 17 DE ENERO DE 2000


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