Claro
Oscuro
En el sistema de listas, los electores votan por impulso incontrolado del corazón, por sentimiento de debilidad del alma infantil de los adultos, por propensión de la inseguridad moral a integrarse en la seguridad civil de una gran familia política. No por un acto de razón o entendimiento. A esta pasión de votar nada la detiene. Ni la falsedad de un sistema que no representa a los electores, ni la traición de los partidos a los ideales de su fundación, ni los crímenes de los jefes de la familia elegida. Si se votan partidos, en lugar de personas, no hay posibilidad de recambio. Por eso, el PSOE conserva tantos votos a pesar de sus desmanes. Y el PP tendrá los de los ilusos que creyeron en sus promesas de ayuda a la justicia y reforma institucional. Los que podrían cambiar este modo infantil de votar nunca lo harán. Viven algo más que aferrados a él. Para acabar con su hábito de vivir enquistados en el Estado, y devolverlos a la sociedad, sólo hay un medio legítimo: ilegitimarlos con una Gran Abstención. Nadie de principios, y consciente de la degeneración que supone, votaría listas de partido. Pero, cegado por la pasión de votar, lo hace creyendo que cumple un deber cívico. ¡Un deber contra la conciencia personal y el derecho político de abstenerse!
Como en la última fase de la dictadura también se votaba, pudiendo no hacerlo sin riesgo, pensé que la pasión de votar se inspiraba en un sentimiento del deber derivado de otra pasión más profunda. En concreto, la pasión de obedecer. Por eso me atraían las ideas que basaban la división partidista de las masas en una cuestión de temperamento genético (Halifax, Macaulay), propensión social a la obediencia (Rûhmer), teoría liberal de los partidos o inclinaciones políticas (Lowell). Pero, reflexionando sobre las pasiones españolas que han permitido llevar a cabo la transición, desde la Dictadura de un partido a la Oligarquía de varios, pude caer en la cuenta de que, junto a la habitual pasión de obedecer, tan cultivada en nuestra historia reciente, han debido operar las pasiones que comunican a los espíritus pobres o lúdicos la grata sensación de estar determinando, con su entrega a las corrientes gregarias o a la individualidad del azar, el orden de la sociedad o de la naturaleza. No puede ser casual que la «movida» social de la Monarquía Financiera haya girado (junto a la libertad sexual y electoral) en torno a músicas de audición histérica, deportes de club, juegos de azar y pasiones de identificación con famosos.
No es fácil de percibir, por intuición, la relación entre la naturaleza de la pasión de votar a una lista de partido y la clase de emoción que embarga a los partidarios de un equipo de rock o de fútbol, y a los jugadores de lotería o ruleta. Aquí sólo importa destacar la ilusión de grandeza que, perversamente, comunica al pobre votante de partido la fantástica idea de que, con su voto, está determinando nada menos que el futuro de España o de la clase obrera. La desproporción entre un mínimo esfuerzo, el de acudir a las urnas sin necesidad de estar informado sobre la realidad política de los partidos, y una máxima recompensa, la de sentirse, aunque sólo sea unos segundos, protagonista de la historia, hace del deseo de votar una pasión más irresistible aún que las nacidas del imperio de los sentidos, y vecina en emoción a las pasiones de orden espiritual que levantan las liturgias religiosas y los juegos de azar en los caracteres irresolutos o femeninos. Cuando las elecciones no son el medio adecuado a la representación política de la sociedad civil, la pasión de votar instrumenta la enajenación partidista del pueblo y asegura la vida de una clase gobernante oligárquica y degenerada. Votando listas en lugar de personas, el pueblo se rebaja hasta el punto de hacerse amar por sus amos. Éstos le pasan la mano por el lomo para premiar la madurez de su servidumbre.
LA RAZÓN. LUNES 14 DE FEBRERO DE 2000
Blog de Antonio García-Trevijano