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La coincidencia entre el debate sobre el estado de «no se sabe qué» y la entrega de los premios Goya de la academia de «no se sabe tampoco», ha hecho revivir en la memoria popular –por lo menos en la mía– una figura que muchos creíamos ya desaparecida: la «clac».

La «clac» era una figura remota y costumbrista del «antiguo Madrid» –y seguramente de algún otro lugar– que contaban nuestros padres y abuelos, ya con cierta nostalgia de otros tiempos, y que, al parecer, campaba por los teatros Español, la Comedia, Muñoz Seca, y otros ya desaparecidos, gracias a la cual los aficionados al teatro –verdaderos entusiastas de la interpretación–, sobre todo jóvenes y estudiantes –eran otros tiempos más cultivados–, podían permitirse asistir a diario a las representaciones teatrales sin abonar el precio de las entradas –en  ocasiones, demasiado alto para sus bolsillos–, a cambio de aplaudir y celebrar el éxito de una obra, sus actos o escenas, o de reventarlos si llegaba el caso, siguiendo las instrucciones precisas del jefe de la «clac». Unas veces aplaudían o pitaban desde el gallinero o localidades altas, otras, conseguían mejores localidades en el patio de butacas. Todo dependía de si el jefe de la «clac» tenía buenos contactos entre los empresarios o críticos teatrales, y conseguía una cosa o la otra.

Y como el eterno retorno y los «eones dorsianos» tienen estas cosas incomprensibles pero reales, los diputados y diputadas y las gentes de la farándula, se han unido para recuperar esta imagen que parece sacada de Los ilusos de Rafael Azcona, y de paso aclarar al resto de mortales algunas cuestiones que quizás tengamos oscurecidas por la supuesta grandilocuencia e impostura de togas, la gravedad de instituciones y lo presumidamente magno del contexto jurídico-constitucional y democrático. Mas como las vidas y hechos confluyen en el horizonte pese a la distancia en años, tal y como revelaran las Vidas paralelas de Plutarco, así, y con más frecuencia, confluyen también vidas y caracteres «morales» en la inmediatez de lo actual, pese a las diferencias que, a priori, pudieran advertirse; siendo de este modo que, en dicho acontecer, políticos y comediantes, en perfecta simbiosis, nos desvelaron estos días pasados cómo las togas han de volverse disfraces y máscaras; los discursos, diálogos y «morcillas»; las formas y posturas, actuaciones; los principios y valores, representaciones; las instituciones, teatros y corralas; y los magnos textos jurídicos y constitucionales, guiones y sainetes; y éstos, a su vez, en perfecto círculo de reciprocidad e intercambio, habrán de transfigurarse en aquéllos.

Semejante bucle histriónico ha desenterrado así la «clac» de entre las costumbres populares olvidadas para, una vez renovada como fenómeno institucional y político, dejarla campar a sus anchas, no por ningún patio de butacas ni platea, sino por entre los escaños de parlamentos y asambleas, a cambio de unos durillos y algunas prebendas. Ahí están los trescientos cincuenta diputados –cuya identidad es un auténtico misterio para muchos– repartidos en torno a su jefe de «clac», ora aplaudiendo, jaleando y vitoreando un acto, una escena, ora reventando y pitando el mismo acto o la misma escena, actuando todos al unísono, en perfecta compenetración armónica, vocal y gesticulante. Mientras portavoces y presidentes hacen gala de sus dotes interpretativas en el escenario creado al efecto, rodeados de bambalinas, la «clac» hace lo suyo desde escaños y palcos de invitados.

Casi al mismo tiempo, en otro lugar –un par de días antes de que las artes escénicas alegraran el Congreso con ese debate del estado de «vaya usted a saber qué»– en el denominado Centro de Congresos Príncipe Felipe de Madrid –en un entorno bastante menos artístico– la academia de «no se sabe qué» reunía a las gentes de la farándula con su «clac» particular. Los nuevos togados de la comedia celebraban sus «morcillas» políticas, y se atrevían a improvisar en el arte de la retórica y la oratoria haciendo gala de una demagogia digna de vulpeja ciceroniana: «De dos modos se puede hacer injuria: o con la fuerza o con el engaño; la fuerza es propia del león, y el engaño de la vulpeja».

Y así las cosas, quizás sería mejor que los presidentes y portavoces se dedicaran definitivamente al teatro, al cine o al cuplé, y que los señores diputados sigan en su «clac» particular haciendo las veces de «alabarderos» que tan bien se les da. Esperemos que no hayan de cobrar un sueldo por ello, y que les baste con disfrutar de las dotes interpretativas de sus favoritos a un módico precio. En cuanto a las gentes de la farándula, mejor no proponer nada, no vaya a ser que se incremente aún más su «yoísmo» mesiánico.

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