Claro
Oscuro
No hay pasiones más imperiosas. Los movimientos anímicos que provocan, las acciones que piden, los pensamientos que levantan, las imaginaciones que suscitan, los recelos que despiertan, todo lo que proviene de las ganas ansiosas de comer y de beber puede devenir delirante. Si las necesidades primarias de la naturaleza animal acucian al espíritu humano sin obtener satisfacción, pueden llegar a producir, incluso en los mejores ejemplares de la especie, reacciones viscerales tan imprevisibles, violentas y desproporcionadas como el asesinato o la sedición. La nerviosa impaciencia de los cuerpos en estado de ayuno es el inquietante preludio de las terribles cóleras de las almas en procuración de su saciedad. Nada ilustra mejor el predominio de estas pasiones sobre espíritus ecuánimes, susceptibles de indignación, como la terrible historia narrada en el evangelio de San Marcos, cuando Jesús tuvo hambre al día siguiente de su triunfal recibimiento en Jerusalén, y mismo día de su ira contra los mercaderes del Templo (11, 12-14): «divisando a distancia una higuera con hojas se acercó para ver si hallaba algo en ella, pero no encontró más que hojas, pues no era tiempo de higos». Entonces la maldijo: «que jamás nadie coma fruto de ti». Y la higuera se secó.
La historia es tan descomunal que se ha intentado dulcificarla suponiendo que la frase «no era tiempo de higos» se debía a una interpolación. Pero los copistas sólo hacen cambios razonables. Y sin esa frase la historia sería una repetición de la parábola de la higuera infructuosa del viñador. No se trata de un error. En un mismo día, Jesús padeció dos movimientos de cólera. Uno, motivado por la contrariedad a su apetito de comer, le indujo a rebelarse contra el orden natural de la creación. Otro, motivado por la contrariedad a su espíritu religioso, le llevó a flagelar y expulsar del Templo a los mercaderes. Aquí, con la indignación de un hombre santo. Allí, como hombre ordinario, con la cólera ocasionada por la frustración de sus jugos gástricos a la vista de la frondosa higuera, pero con recursos de acción sobrenatural impropios del hombre y del Hijo de Dios. Al condenar a la fiel higuera, se rebeló contra el orden de las estaciones del tiempo decretado por su Padre. Nada justifica, en el plano moral ni en el teológico, una acción tan plena de injusticia como de gratuita incoherencia. Había errado como hombre pensando que la higuera con hojas tendría ya frutos. Y se equivocó como Hijo de Dios al condenar, junto con la higuera, a la Naturaleza.
Tratando de encontrar algún sentido positivo a esta disparatada conducta de Jesús se podría pensar que, con ella, quiso dar a sus discípulos una lección paradójica de filosofía moral y política. El reino de la necesidad exterior, la naturaleza sin conciencia, el destino de la higuera debe estar sometido al de la necesidad interior de los cuerpos con espíritu, a la plena satisfacción del hambre de los hombres. En consecuencia, si Jesús seca de raíz a la higuera no es porque haya sido fiel a los procesos de madurez de la producción natural, sino para indicar ejemplarmente a los propietarios de tierras cultivadas, con el arbitrario sacrificio de un solo árbol, que no hay que respetar o acatar el ritmo de las estaciones para dar de comer al hambriento. Como no hay que esperar tampoco a los tiempos de paz para ser pacíficos. A los ojos de los que están necesitados, el reino de las necesidades en el orden de la naturaleza no es en modo alguno respetable. Jesús actuó aquel día como un necesitado, como un divino impaciente que no espera el fruto que ofrece la naturaleza a la humanidad. Quiso comer higos fuera de tiempo. y en su divina cólera, olvidando su condición humana, trasladó su libertad de acción desde el mundo moral al mundo extenso. Una lección antiecológica que Descartes convirtió en sistema de pensamiento.
LA RAZÓN. LUNES 17 DE ABRIL DE 2000
Blog de Antonio García-Trevijano