Claro

Oscuro

Las votaciones en el Régimen del Estado de partidos, pese a estar trucadas por el sistema proporcional de listas, no son estériles como las de la dictadura. Producen estabilidad en el sistema de poder aunque desestabilicen, cuando no hay mayorías absolutas, el sistema de gobierno. Además de crear una sólida apariencia de libertad política, sirven para resolver o superar las situaciones particulares de imprudente rivalidad que origina la competencia entre media docena de agrupaciones de la ambición. A medida que el Régimen avanza en la producción de sus dos frutos específicos, el privilegio y la corrupción, se hace más patente la tendencia al duopolio en el control de todos los mercados donde se fraguan los yunques para el martillo del dominio público: administración estatal, comunicación mediática, economía financiera. Las leyes son, en este terreno, menos decisorias que las costumbres. Y se está imponiendo la costumbre de que los partidos, los medios de comunicación y la gran banca busquen en el duopolio la forma más rentable de controlar al consumidor de mercadería política, de información mediatizada y de servicios públicos. Poco importan las leyes de protección de la competencia. Los jueces las aplican conforme a la costumbre. Dos grandes partidos, dos grandes grupos mediáticos, dos grandes grupos financieros.

Aparte de satisfacer o contrariar los sentimientos de simpatía o antipatía partidista, desde el momento en que los sujetos de la acción política son los partidos, y no los ciudadanos, los resultados electorales son indiferentes para los gobernados. Que no notarán el menor cambio en el medio cultural de su vida común por el hecho de que sea un partido u otro el que gobierne. «El sistema de listas electorales hace de la organización política la madre del gobierno de los elegidos sobre los electores» Esta es la gran ley de hierro de la oligarquía que nos domina a todos, y no esa pequeña ley de bronce que imposibilita la democracia en la vida interna de los partidos. Al fin y al cabo, la militancia en un partido es voluntaria. Y a nadie debe importarle, si a ella no le importa, que esté sometida a férrea disciplina de jefatura. La democracia no requiere que los partidos sean organizaciones democráticas. Lo que de verdad importa es que la vida externa de los partidos sea democrática. Lo cual implica, por necesidad, que las organizaciones políticas permanentes no se constituyan, como sucede con el sistema de listas del Estado de partidos, en piedra angular de la gobernación. La oligarquía es inevitable, y la democracia imposible, no porque los partidos sean oligárquicos, sino cuando tienen además el oligopolio de la acción estatal.

Sería asombroso que una cuestión tan clara como ésta no sea vista y dicha por todas las reputaciones, si no fuera porque el mundo editorial, salvo alguna que otra excepción, no publica más que la propaganda de la oligarquía mediática, que es correlativa a la política. Decir la verdad frente a la mentira oficial es una empresa heroica. Los periodistas se quedarían sin empleo y los escritores sin editor. Y lo peor, para la verdad, no es esta cobardía inherente a la falta de independencia económica, sino un sistema de pensamiento partidista que inhibe la independencia mental. «La inteligencia común del sistema ni siquiera sabe que miente». Esto no sucedió en la dictadura, donde la verdad estaba en el secreto de las confidencias íntimas. Aparte de los jóvenes idealistas o los viejos republicanos, entre personas situadas en puestos de privilegio cultural o económico, hay que toparse con inteligencias verdaderamente excepcionales para tener la alegría de oírlas reconocer, en privado, la verdad. La ley de hierro de la oligarquía conserva el poder político en manos de unas pocas organizaciones porque adoba, en la cochambre de ideas dominantes, un sistema opaco de pensamiento herrumbroso.

LA RAZÓN. LUNES 13 DE MARZO DE 2000


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