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La confusión en materia electoral es absoluta. Miremos adonde miremos, a los electores o a los elegibles, siempre encontraremos como telón de fondo una abrumadora y sistemática confusión. El divorcio de la mentalidad y la conducta electoral se manifiesta en todas las etapas del proceso:

1. Se convocan elecciones legislativas, es decir, el Estado llama a la sociedad para que los ciudadanos elijan a sus legisladores, al poder legislativo. Pero no hay tal. Todo el mundo sabe que se trata en realidad de elegir a un nuevo Gobierno, al poder ejecutivo. Se podrá pensar que esta contradicción entre la ley y la costumbre carece de importancia, pues son los legisladores electos quienes designarán después al Gobierno. Pero entonces que se borre de la Constitución y de las creencias la idea ficticia de que el poder legislativo y el poder ejecutivo están separados, y la ilusión de que el primero pueda controlar al segundo.

2. Se está en la creencia democrática de que cualquier ciudadano digno puede ser candidato. Pero este régimen político sólo concede dignidad a los designados en una lista de partido, a los elegidos por el jefe, o el «aparato» dirigente, contrariando el mandato constitucional de que sea democrática la vida interna de esas organizaciones de poder. Pasemos, pues, a los partidos, que son en realidad los únicos candidatos posibles. Aparte de los partidos nacionalistas, de ámbito regional, cuatro candidatos se disputan el poder ejecutivo del Estado. Dos de ellos, sin posibilidad alguna de lograrlo, se presentan tan campantes con un solemne programa de gobierno y con sendos aspirantes a presidirlo. Los otros dos, que sólo luchan por una mayor o menor cuota de poder, esconden sus antagónicos propósitos bajo el manto de un similar programa de legislatura. iComo si un programa legislativo fuera la misma cosa que un programa de gobierno!

Cuestiones de tanta trascendencia como la eventual entrada de soldados españoles en la guerra de los Balcanes, la probable salida de la peseta del Sistema Europeo o el cambio de precio del dinero, se sustraen así del compromiso electoral, para que los ciudadanos puedan confundir las elecciones legislativas con un plebiscito nacional entre dos imágenes neutrales de partido. Imágenes concebidas en función de la posición que ocupan respecto al poder. El que lo tiene, nos ofrece para retenerlo la imagen de un partido «de toda la gente», decidido a mantener lo que hay en nombre del pasado «así se hace el cambio». Es el partido conservadorsocialista, propiedad del jefe de Gobierno. El que procura el poder, nos brinda, para conquistarlo, la imagen de un partido integrador del pueblo en nombre del futuro «ahora, gobierno para todos». Es el partido progresistareaccionario, propiedad de los herederos de Fraga. Reaccionario, en el sentido de Jellinek, porque tuvo y perdió el poder franquista. En los dos, nada de ideas o de principios claros y concretos que puedan ser directrices de la acción. Sólo palabras alienantes (bien común, solidaridad, honestidad, libertad, justicia) y cifras aterradoras (paro, déficit, recesión, delincuencia). Pero nadie cuantifica la corrupción. Llegamos por fin al lugar donde se desenlaza en cuestión de minutos el drama de la confusión electoral, al elector. Este se considera útil a la sociedad política, un día cada cuatro años, porque cree que está eligiendo a alguien o a algo que le pertenece, al refrendar alguna de las listas que otros han decidido por él. Cuando sale de su casa, camino de las urnas sin cabina íntima, ha olvidado ya que no tiene derecho a exigir la más mínima lealtad o responsabilidad a los mandatarios políticos.

Los más informados y los más ignorantes creen saber o presentir que no están eligiendo a «sus» representantes en el Parlamento, sino a «su» partido en el Estado. Se equivocan. Todo lo que hace el elector con su voto es identificarse con una imagen de partido. Y aunque esta identificación social tiene consecuencias en el Estado, no son las que el elector se imagina. Los partidos no pueden representar a la sociedad o al elector individual «ante» el Estado, aunque quisieran hacerlo, porque no pertenecen a ellos, sino a quien les paga con subvenciones legales o con comisiones ilegales, es decir al Estado. Tampoco pueden aspirar a «estar en» el Estado, en nombre de la sociedad, porque «son del» Estado, forman parte de su estructura constitutiva. La única misión de los electores en el Estado de partidos es la de indicar, con su voto identificador, la cuota de poder estatal que debe tener cada partido-candidato. Misión masoquista porque arbitra y reproduce en el Estado el poder político de la sociedad, con una real y corrupta oligarquía partidista, que se aprovecha además de los poderes administrativos del Estado.

EL MUNDO 13/05/1993


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