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La transición se ha basado, hasta ahora, en dos versiones de una fórmula de gobierno que entrega la estabilidad política a factores ajenos a la hegemonía electoral. Cosa que sólo puede ocurrir, en un régimen de libertades, cuando la mayoría proviene de una ilusión de los electores. La realidad de los poderes sociales se impone, entonces, a las ilusiones del poder político. La fórmula Suárez elevó al Estado la ilusión del cambio político que padecieron ingenuamente las masas, sobre la falsa creencia social de que se podía llegar desde la dictadura a la democracia sin apoyarse en el poder constituyente del cuerpo electoral. Mientras duró la faena de derribo de las instituciones franquistas y se mantuvo la esperanza de arrancar al Estado las reivindicaciones partidistas o autonómicas, la ilusa hegemonía de Suárez gozó del favor de las clases dirigentes de la sociedad. Pero cuando intentó gobernar de buena fe, sin consciencia de la base oligárquica del régimen que él mismo había fundado, se quedó solo frente a las seis reacciones (monárquica, militar, bancaria, editorial, socialista y liberal) que le «forzaron» a dimitir y que, tras la intentona de autoconstituirse con el general Armada en gobierno monarcomilitarsocialista (frustrada a última hora por la rebelión del coronel Tejero), lograron alzarse con el triunfo a través de la fórmula Felipe.
La segunda versión gubernamental encaramó al Estado la ilusión del cambio social que padecieron los electores a causa de otra falsa creencia colectiva: la de que era posible llegar a la modernidad cultural y a la solidaridad nacional, desde la dominación oligárquica del capital financiero, sin apoyarse en la fuerza política de las clases industriales. El mecanismo de la fórmula vuelve a repetirse. Mientras se mantuvo la esperanza de conseguir del Estado las reivindicaciones propias de los sectores oligárquicos que derribaron al Gobierno Suárez, la hegemonía electoral del Partido socialista contó con el apoyo de la clase dirigente internacional y nacional. Pero conseguidos los objetivos militares, bancarios, editoriales y liberales (OTAN, expediciones armadas, Rumasa, monetarismo, autonomía del Banco de España, oligopolio de los medios de comunicación, reconversión industrial, mercado multinacional, privatizaciones, Maastricht, etc.), el «felipismo», a pesar de su mayoría absoluta, deviene inútil como fórmula de gobierno y se convierte, desde la huelga nacional del 88, en una rémora para el Estado mínimo en tanto que parapeto social y político de la corrupción y de las subvenciones estatales. Sin tener consciencia de la razón oligárquica de su prestigio ni del servilismo de su poder ante los más poderosos, Felipe González se resiste a retirarse -como todos los gobiernos prebendarios- invocando su voluntad de corregir los vicios privados y los errores públicos derivados del «felipismo».
El oligopolio de la comunicación y sus intelectuales de oficio se agarran a esta última oportunidad de un Felipe sin ataduras de partido. La miseria moral del poder establecido en el Estado encuentra su réplica en el poder de la miseria moral que pastorea la sociedad. El resultado de estas elecciones mantiene en el Estado una débil pero real hegemonía política, de la que va a depender la estabilidad de la nueva fórmula Felipe. Lo inédito no está en la relación de fuerza entre los partidos, comparable a la que dio lugar a la fórmula Suárez y más acorde con la realidad, sino en la probable necesidad de recomponer la base nacional del gobierno dando entrada al nacionalismo periférico. Este hecho es, de por sí, un factor de inestabilidad. Las aspiraciones políticas del catalanismo son conciliables con la idea del Estado nacional. Pero la fórmula compuesta de Felipe y Pujol no es compatible con la continuidad del felipismo. La hegemonía del Partido Socialista no se debe a otra ilusión de las masas, sino al cálculo de un menor riesgo para la sociedad política, que ha optado por la continuidad de lo establecido, dando un mayor poder de control a la oposición. El hábito de la combinación partidista puede hacer creer que basta la aritmética para eliminar, con una mayoría compuesta en el Parlamento, el riesgo de inestabilidad de la hegemonía relativa conquistada en las urnas por el Partido Socialista. Pero las mayorías compuestas en el Parlamento sólo garantizan la estabilidad cuando los programas de gobierno son coherentes con la combinación partidista. Y es evidente que la nueva fórmula Felipe-Pujol será aún mas conservadora que la del felipismo. La estabilidad del futuro gobierno dependerá más bien de su habilidad catalana para impedir que la oposición pueda capitalizar los inevitables movimientos de contestación a la variable conservadora de la nueva fórmula Felipe.
EL MUNDO 07/06/1993
Blog de Antonio García-Trevijano