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Oscuro

En el reino de la política, que es el sitio del poder, no gobierna la lógica ni la razón, sino los sentimientos. El Estado mismo, como instancia forzosa de la coacción, sólo puede ser bien explicado por las pasiones colectivas, de miedo y de gloria, que organiza. Sus demás funciones son puras contingencias históricas. No hay finalidad social que no pueda ser asumida o abandonada por él. Son, pues, estériles los ensayos académicos de comprenderlo a través de la naturaleza (real o ficticia) de sus fines o de la supuesta racionalidad de sus medios. El Estado «de bienestar» cumple misiones muy distintas de las que desempeñaron en su tiempo el Estado liberal, el absoluto o el estamental. Y sin embargo, todas esas diferentes formas de producir el derecho y de conservar el orden social, expresan una misma substancia estatal: la unitaria organización del poder de coerción sobre los habitantes del territorio a donde llega su soberanía.

Incluso la nación, se la conciba bien o mal, como un hecho dado o como un proyecto subjetivo, no es algo consustancial al Estado. La idea de nación surge, en el preámbulo de la Revolución, como oposición al Estado, con el propósito de transformarlo en Estado nacional. Este origen opositor al poder estatal ha marcado el destino del movimiento nacionalista en todos los países que, como España, lograron la unidad territorial con anterioridad al descubrimiento del principio de soberanía nacional y del derecho de los pueblos a su libre determinación. Antes de acercarnos a la comprensión particular de los nacionalismos catalán y vasco, antes de preguntarnos por la naturaleza histórica, económica o cultural de las causas que los mueven, debemos situarlos, como fenómenos políticos, en el campo de la lucha por el poder de controlar al Estado, en general, y al Estado de partidos, en particular. Y a poco que pensemos, nos daremos cuenta de que la madurez de los nacionalismos actuales, en comparación con los de la República, consiste en aumentar la cantidad a costa de la calidad de sus reivindicaciones.

La razón de este cambio está en el carácter artificial de la contradicción que el Estado de partidos añade al contrasentido congénito que define el nacionalismo. La reivindicación nacionalista, a causa de la íntima pasión de poder que alimenta su rivalidad con el poder del Estado, brota de un contrasentido sentimental del pueblo que la padece: sentirse diferente (o superior) al resto de la comunidad estatal y querer ser igual a ella. El destino de esta pasión es tan trágico como el del amor del macho de la «mantis»: vencer es morir. Si es democrático, el nacionalismo sólo puede nacer y prosperar como oposición al Estado. Si obtiene la independencia, el joven Estado no puede ser nacionalista: ha de proteger a la minoría antes dominante. Si logra incorporarse al gobierno del viejo Estado, pierde su fuerza de movilización popular y se transforma en vulgar grupo de presión.

El poder estatal es para el nacionalismo como la fuerza eléctrica para la vida. Débil y subalterno, puede tocarlo (autonómico), pero no agarrarlo (federado). Pero si es potente o principal, no puede ni rozarlo (central). La autonomía vino, por ello, como anillo de boda al dedo de un nacionalismo joven que podía engendrar el poder regional de oposición al poder del Estado liberal. Su carácter defensivo y, en este sentido, liberador, fue el secreto de fidelidad de las autonomías catalana y vasca a la República y a sí mismas. Pero en la Monarquía del Estado de partidos, estas mismas autonomías están condenadas a la infidelidad y a la impotencia, a causa de esa nueva contradicción que no procede del confuso sentimiento nacionalista, sino del claro oportunismo político de su clase dirigente. Sin haber alcanzado el poder «en» el Estado, ni un poder autonómico diferenciado, el nacionalismo de oposición al poder «del» Estado de partidos está canalizado, paradójicamente, por partidos estatales financiados por el Estado. Tan artificial contradicción no puede renovar las fuentes sentimentales donde bebe el nacionalismo popular. En su defecto, la clase política nacionalista convierte las autonomías en un negocio absorbente que sacia la sed de poder diferenciador, ora en el pozo de los amagos de infidelidad al compromiso constitucional del Estado de partidos, ora en la ofensiva colaboración imperialista que ofrece a sus socios en el gobierno ¡para hacerle un favor al Estado de partidos!

EL MUNDO 28/06/1993


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