Claro

Oscuro

El supremo ideal de la humanidad está fuera de su alcance. Ni la más portentosa de nuestras facultades, ese pequeño reactor de masa gris que nos hace viajar a velocidades superiores a la de la luz y violar con éxito las leyes de los cuerpos, ha podido imaginar un modo de producción de la existencia social comparable al modo «divino» de producir el orden del Universo y de la Vida. Los organismos inferiores logran realizar sin libertad la armonía que el espíritu ensaya inútilmente de alcanzar con ella. Sólo la geometría y la mística, antes de que se curvara el espacio y se retorciera el subconsciente, parecían responder a esa necesidad humana de vivir la plenitud. La incapacidad de la libertad para alcanzar la eficiencia de la necesidad constituye el enigma al que responden la religión y la ciencia.

La primera, revelando la naturaleza caída de la libertad, conserva la validez del modelo: «Errar es de humanos». La segunda, al descubrir la base caótica de la necesidad, destruye el mito del orden natural. La libertad, en su ínfimo campo de experiencia, alcanza mayor eficiencia que la universal necesidad: «Errar es de la Naturaleza». La maravilla del Universo es simple. Su belleza la ponemos nosotros. Su orden perfecto es obra de un presuntuoso contable que borra las huellas de los fracasos para que sólo conste, en el libro del mundo, el registro de sus éxitos. Esta contabilidad de «haber sin debe» -que se reproduce al parecer durante nuestro sueño orbital, para sedar las sensaciones de frustración diurna- reconstituye el orden político sobre la absurda creencia de que todo lo real es racional. El fracaso del poder no cabe en el sistema. Cuando no se puede disimular, entra en juego un ciego mecanismo social que lo borra con un extraño sentimiento de «magnanimidad», como el del esclavo que comprende las equivocaciones y compadece las tribulaciones de su amo. El poder político no tiene éxitos o fracasos, ni se juzga por ellos. Es, en sí mismo, un puro triunfo de la realidad. Y no admite más fracaso que el de su derrota. Si la oposición es real, el orden político no puede borrar de la representación de la existencia, como el vanidoso contable de la Naturaleza, el rastro de las catástrofes que los gobernantes engendran.

Los defectos y fallos del poder político no son imputables a quien lo tiene, sino a la oposición incapaz de destruir la reputación que lo sostiene. Y el pueblo borra, con goma bendita, las huellas de los crímenes y de los fracasos del poder. Tarea más fácil para la educación católica (errar es de humanos) que para la puritana reputación de las buenas obras (errar es de condenados). El colmo de la perfección se alcanza cuando el fracaso se constituye en fuente de renovación del poder, en su especial atractivo. Sobre fracasos evidentes, como la participación entusiasta en la guerra de Bosnia y en el Sistema Monetario Europeo, se construye en España la reputación de un gobierno «moderno y progresista». El poder político se consolida, como las viejas ciudades, sobre las ruinas de sus anteriores fracasos. El elector se inclina con sumo gusto ante personas expertas en yerros y en mudanzas de opinión. Entre una gran capacidad para equivocarse a corto plazo y una previsión de gobierno de largo alcance, el pueblo se identifica con lo más parecido a su modo efímero de vida.

El prestigio del poder no se labra en el campo de las competencias profesionales y tiene poco que ver con el resultado de su gestión. Fue motivo de extrañeza que Churchil, artífice de la resistencia contra el nazismo, saliera derrotado de las urnas por un oscuro funcionario del laborismo. Pero no lo es que el rudo artesano de una cruel catástrofe económica salga reelegido en España. Y lo enigmático no está en el resultado (explicable por la falta de alternativa), sino en su justificación social: el vínculo que se establece entre el fracaso del poder y la necesidad moral de redimirlo para darle otra oportunidad de volver a equivocarse. El gobernante lava entonces su culpa permitiendo que se borren las huellas de sus fracasos, haciendo que lo público y el público sólo registren sus éxitos de imagen. Y como la de triunfador no encaja en el triste déficit de la realidad, adopta la poco honorable del gestor que se procura un margen de confianza con el «borrón y cuenta nueva», con el cambio sobre el cambio. Que es, y está a la vista, otro fracaso sobre el fracaso. Es decir, un éxito.

EL MUNDO 02/08/1993


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