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La crisis de SEAT no es una simple quiebra mercantil. Sus mismos factores producen también la de un sistema que, en lugar de ideales y puestos de trabajo, crea conformismo social junto a relativismo moral, escepticismo intelectual y corrupción. Se podría conocer la causa de la crisis si acertáramos a reducir la complejidad de los fenómenos que la manifiestan, a la simplicidad de unos tipos ideales que definieran la situación del poder en la sociedad. Hecho capital que determina el sentido de todas las crisis culturales porque en la duda social siempre late una duda sobre el poder. Sobre la legitimidad de quién lo ostenta o la identidad de quién lo tiene. Las ideologías suprimen la duda de legitimidad del poder. La hegemonía de la confusión impide la duda sobre la autoridad de quién formalmente lo posee.

El ocaso de las ideologías, de un conflicto lateral izquierdaderecha, preludia el amanecer de la confrontación vertical arribaabajo, que es la matriz de la idea democrática del poder. La intensidad del conflicto ideológico disminuye a medida que la cuestión de la legitimidad se amortigua con otra duda más extensa sobre la identidad del poder: ¿quién diseña el proyecto social? ¿el poder político o el poder económico? ¿quién tiene el poder? El carácter emblemático de una empresa procedente del sector, público, la condición transnacional de sus propietarios alemanes, la causa monetaria de sus pérdidas, su ubicación en una Autonomía nacionalista, la aportación financiera del Estado, nos permiten buscar en la crisis particular de SEAT una causa típica de la crisis general del Estado. Entre los elementos de la crisis, el decisional compendia a los demás. Si lo aislamos, podremos observar al desnudo el alcance y la graduación de los poderes sociales. De un lado, el poder autónomo de una organización multinacional. De otro, varios poderes políticos y sindicales enredados en consensos de tipo regional o nacional. La Volkswagen impone su ley y subordina la parte española al todo alemán, con la misma coherencia que aplicó a la gestión de compras y pagos en divisas para poner en crisis a la SEAT. La impotencia de la política ante la autonomía del poder económico nos hace creer que el dominio de las transnacionales se debe a la imposibilidad de controlar lo que está fuera del ámbito legal del Estado. Aquí se basa la idea de que un Estado multinacional podría responder al poder de las transnacionales.

Pero si la impotencia del Estado derivase de sus límites territoriales, la única respuesta a un mercado sin fronteras sería un solo Estado mundial. La cuestión, como se verá, es otra. El dominio del mercado por las empresas multinacionales les permite tomar decisiones universales sin tener que asumir, en caso de fracaso, las consecuencias locales. Ese triste menester está reservado a la política de los Estados nacionales. Una nueva pauta cultural, surgida de la última fase de la guerra fría, está distribuyendo las funciones de los tres poderes sociales con un exclusivo criterio de eficiencia. El poder económico retiene la iniciativa de sus decisiones y administra el éxito social de sus proyectos. El poder político retiene la iniciativa represiva y recaudatoria, y gestiona las consecuencias antisociales o antiecológicas de la iniciativa privada, administrando el sufrimiento social en el proceso económico. Y el poder cultural reproduce y legitima esa pauta de realismo de las oligarquías. Ya no se trata de que el poder político esté o no a las órdenes de los grandes grupos económicos. Eso era antes compatible con la autonomía de la política y con la soberanía del Estado. Pero la política monetarista ha creado un nuevo tipo de supremacía del mercado. El poder económico no tiene necesidad de actuar como lo hacía bajo el Estado liberal, inspirando o influyendo a gobiernos autónomos. Ahora ha retirado de la política y del Estado el poder de decisión sobre el proyecto social. El presidente del Gobierno dice que no hace la política que le gustaría. Pero tal confesión de impotencia significa que la tarea del gobierno, en el Estado de partidos, se circunscribe a la gestión de las consecuencias negativas de decisiones tomadas en otro sitio. El poder político se define hoy por su impotencia para decidir lo principal y, en el caso del gobierno español, por su servilismo para resolver lo secundario.

EL MUNDO 11/10/1993


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