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La dimisión del ministro del Interior, reo de fidelidad a la represión ilegal decretada por su Gobierno, supone una torpeza del juicio moral y una grosería del criterio estético. Para que pueda cumplir su excelsa función, la dimisión ha de estar fundada en títulos de nobleza incompatibles con los que otorga el asomo de la más leve culpa. Si no es ejemplar, como acto de inmolación impresionante por su bella injusticia, es vil superchería. Una fea maniobra para evitar la destitución deshonrosa del culpable, o para personalizar la culpa en un chivo «disculpatorio» de sus compañeros de fechoría.

La dimisión de un cargo político, si es auténtica, participa de la condición del suicidio y del heroísmo. Sólo puede ser bella si no es esperada o debida. Y sólo es justa si no es sincera. Como puro acto de renuncia de una conciencia irrenunciable, la dimisión no tolera sujetarse a un plazo o a la aceptación de otra conciencia. Y exige en el dimisionario tanta lucidez mental como inocencia moral e ingenuidad social. Lucidez, para comprender la irrevocable imposibilidad de alcanzar, en la nueva circunstancia, el ideal perseguido. Inocencia, para oponer la fuerza interior del carácter a la presión de los intereses continuistas. Ingenuidad, para confiar su gesto idealista a la reacción de la sociedad.

La confusión entre motivos nobles de dimisión y causas innobles de destitución es un truco del «espíritu de cuerpo», que la clase política hereda de la sociedad gremial. Una oposición «leal» pide y espera la dimisión de un Ministro -que ha impulsado y aplicado una ley fascista aprobada por el Gobierno, el partido mayoritario y el Parlamento- para que caiga sobre su cabeza de turco toda la responsabilidad, O sea, para salvar al Gobierno socialista, y a ella misma, del trance de la destitución con una moción de censura. Los que se dan por satisfechos con la dimisión del jactancioso ministro (por hecho tan grave para las libertades ciudadanas, que es lo que distingue a esta oligarquía de partidos de la anterior dictadura) son los verdaderos responsables de que el pueblo español no sepa lo que es una democracia y, en consecuencia, no la desee.

A pesar del parecido de familia, es inconcebible que alguno de los parientes europeos del régimen español pudiera derogar la inviolabilidad legal del domicilio sin provocar una crisis de las instituciones y un sobresalto de indignación en la opinión pública. Seguimos siendo diferentes porque las clases intelectualmente dirigentes y los medios de comunicación han conseguido hacer del español, en apenas dos generaciones amedrentadas, un pueblo cultural y políticamente indiferente. Indiferente, por ejemplo, a que un miembro del Gobierno anuncie al público su intención de dimitir si la autoridad judicial, que debe juzgar libre de presiones, falla en contra de sus deseos. En un sistema democrático, el Presidente del Gobierno habría destituido fulminantemente a un ministro tan insolente con uno de los poderes básicos del Estado.

La simple utilización de la dimisión, como un mal o una amenaza para otros, denota la falta de conciencia moral que distingue a la superchería. Porque el fundamento de la dimisión, como en la antigua catarsis griega, consiste precisamente en lo contrario. En la esperanza de que un inesperado y gratuito rasgo de belleza moral irrumpa en la noche oscura de la bajeza colectiva, y haga brotar de la conciencia de fealdad un manantial de sentimientos de nobleza. Es natural que semejante idioma parezca chino celestial a los profesionales del poder. Pero no es fácil de comprender que tantos escritores y periodistas de buena fe anden buscando tres pies al gato de una dimisión anunciada, a sabiendas de que el ministro dimisionario hace gala de no tener sentimientos de vergüenza política, ni remordimiento moral, por haber allanado millares de moradas, en virtud de una ley violadora del Estado de derechos humanos. Su dimisión es premio de honor a la soberbia del poder socialista.

EL MUNDO 22/11/1993


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